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45 años después de 2112: Rush y el último aliento del rock progresivo

El primero de abril de 1976 aparecía en las bateas 2112, un álbum gestado a espaldas de su discográfica, que ya planeaba ponerlos en la calle por las bajas ventas de su música. La aventura épica de Neil Peart, Geddy Lee y Alex Lifeson fue un éxito comercial, crítica y artísticamente. Habían encontrado su voz mientras el género que los clasificaba comenzaba a desvanecerse.

Por Franco Rosso Lobo

01.04.2021

En el sexto episodio de la serie Freaks and Geeks, Nick Andopolis —encarnado por un incipiente Jason Segel—, prepara un ritual en el sótano de su casa. Hielo seco, luces de colores, auriculares, “The Spirit Of Radio” a todo volumen y frente a él un exageradisimo kit de batería, como el de su ídolo Neil Peart, de la banda canadiense Rush. Temido por su virtuosismo suprahumano y aborrecido por sus enroscadas composiciones, el trío que completaban Geddy Lee y Alex Lifeson, ofreció el canal perfecto para que los freaks sintonicen; un sueño, una mano extendida en la oscuridad. La escena se completa con un contraplano: el padre de Nick baja a ver qué está haciendo su hijo y la revelación es desgarradora. No tiene talento alguno. Sus opciones son convertirse en un gran baterista o unirse al ejército. Pero a Nick nada lo detiene, está inmerso en la música y mientras su padre se aleja con un gesto de desaprobación, continúa machacando los parches.

Los primeros momentos de vida de Rush no fueron muy diferentes. Entraron por la ventana al ecosistema del rock progresivo, apenas unos años antes de que el sueño de los teclados, los pelos largos y las interminables óperas se derrumbara por completo. Pero ellos eran algo diferente. Tenían la potencia del hard rock-hamburguesa-con-queso de Boston y Kansas, combinada con la delicadeza de un English Breakfast a las five o’clock de Genesis o el Yes más primigenio. Sin embargo, la discográfica Mercury quería hacer de ellos “los próximos Led Zeppelin”. Fue Caress Of Steel (1975) —Caricia de acero, tan sólo el dintel del témpano genial de Peart y su uso de las palabras—, su tercer disco, un engranaje filoso, pesado, ornamental, el que casi firma su certificado de defunción. Vendió pocas unidades y la gira de presentación fue un completo desastre. Después de semejante decepción, Mercury pedía a gritos material más amable y radial, algo con lo que la banda no estaba dispuesta a tranzar. Si había que desaparecer, en sus propias palabras, era el momento de irse “resplandecientes de gloria”. Ray Danniels, el manager eterno y soldado de servicio, negoció con la compañía un álbum más; la última bala de plata.

A los ejecutivos se les había prometido lo imposible, así que la sorpresa y la desesperación fueron totales cuando vieron que el lado A del próximo LP sería otra canción de veinte minutos. Aunque no se trataba de un pastiche cualquiera, porque estaban frente a “2112”. El primero de abril de 1976, sin más remedio, el disco homónimo salió a la calle y pronto se erigió un mojón en el camino. Rush superó las ventas de todos sus álbumes anteriores juntos, penetró el mercado estadounidense después de dos años de giras intensas y encontró finalmente su voz en una épica más grande que la vida; siete partes con sus respectivos cambios de tiempo, solos, ribetes y curvas de irresistible seducción. La odisea de un hombre que encuentra una guitarra y la lleva frente a los sacerdotes de la Federación Solar, un régimen totalitario galáctico donde no existe el individualismo, y su lucha por mantener vivo el milagro de la música, era su testamento definitivo. La filosofía de Peart —de siempre diáfana lírica—, Lifeson y Lee en 20 minutos y 38 segundos: morir antes que unirse al rebaño y ser otros; morir antes de abandonar la pasión; morir antes de que el sueño de su fraternidad (que luego sería de muchos) estallara. Habían comprado libertad artística.

Famoso fue (es y será) el ensañamiento de la crítica con la banda, a tal punto que encontrar una reseña de 2112 de ese momento se convierte en una tarea arqueológica (no todo está en internet, eh). Pero gracias a la legión de fanáticos que Rush cultivó a lo largo de las décadas, aparecen algunos restos interesantes de opiniones pasadas y futuras: una reseña de dos estrellas en la Guía de discos de Rolling Stone (1979) en la que el inclemente periodista Alan Niester describe la voz de Geddy Lee como “una cruza entre el Pato Donald y Robert Plant.” Más llamativa por su carácter destructivo resulta la pieza que el escritor británico Paul Morley publicó en la revista NME en 1978: “La popularidad de Rush [...] está atada a la inmadurez del grupo y sus fans. Inmadurez emocional, de respuestas, ideales y carácter. Se esfuerzan por algo que nunca van a tener.”

Podría decirse que Morley sostiene un punto importante. Lo que a fines de los '70 era un tipo de fandom, lentamente se convirtió en arquetipo, en paradigma. Y eso jamás habría sucedido si las palabras del crítico se hubieran sostenido en el tiempo. O incluso, en primera instancia, si hubiesen sido totalmente ciertas desde un principio. Rush evolucionó con su audiencia. Después de 2112 vinieron trabajos absolutamente desafiantes (Hemispheres, 1978), mejor pulidos y modernos (Permanent Waves, 1980), más populares (Moving Pictures, 1981). Hicieron que su identidad se transmutara a voluntad con el new wave, el synthpop y de vuelta al rock. Gota a gota se filtraron en la cultura pop como el ícono más popular de lo antipopular. Así llegó a la pantalla un personaje como Nick, que cumple con todas las falencias listadas. El fanático de Rush es solitario, torpe, nerd. El que nadie invita a la fiesta. ¿Un incel, se diría hoy? O quizá un apasionado. Todo depende de la vara cool con la que se lo mida. El periodista David Fricke apuntó y dio justo en el blanco cuando escribió sobre Permanent Waves: “Esta banda está entre las mejores de su género [...] un género en el que los críticos no tienen ninguna importancia.”

“2112” opaca por completo a un lado B de canciones mínimas, complementarias, pero que no tienen pretensión alguna. A fin de cuentas, el trío sabía lo que tenía entre manos y (todavía) no quería, en la jerga de This Is Spinal Tap (1984), poner el amplificador en 11. No sólo fue un hito para ellos, sino para el rock progresivo en conjunto; las puertas del Olimpo se abrieron con trompetas, se desplegó la alfombra roja y a la derecha de “Close To The Edge” de Yes y “Supper’s Ready” de Genesis, Rush se hizo un lugar en el mítico cancionero de los veinte minutos. Poco más de un año después de 2112, la olla con el tuco que venía cocinándose en Estados Unidos hacía casi una década explotaría —cuando no— en Inglaterra con la publicación de Never Mind the Bollocks de los Sex Pistols. El mundo ya no necesitaba fantasías de músicos cuasi clasicistas; la voz de los profetas estaba escrita una vez más en las paredes de los subtes (¿o en el estudio de radio, como luego replicaría Neil Peart en “The Spirit Of Radio”?). En una entrevista para la revista Pelo, Geddy Lee lo dejó bien claro: “El agua no va y viene; las que van y vienen son las olas.” Y Rush, como el tiempo según Alan Parsons y Eric Woolfson, fluyó cual río en una sola dirección: hacia donde la pasión los llevara.

Nueve años después del fin de Freaks and Geeks, Jason Segel interpretó a Sydney Fife, un personaje que parecía la versión adulta de Nick en la tierna I Love You, Man (2009). La película subvierte a las comedias románticas y usa todas sus convenciones para contar la historia de Peter Klaven (Paul Rudd), un tipo sin amigos que busca desesperadamente un padrino para su inminente boda. Hasta que se cruza con Sydney y descubre que ambos tienen algo en común: el fanatismo por Rush. Y así comienza un bromance fraternal fundado en la música. Una de las pocas cosas que nos van a sobrevivir, incluso pasado el año 2112; una de las pocas cosas eternas que siempre estarán ahí, esperando a ser descubiertas como una guitarra en una caverna.

A la memoria de Neil Peart (1952-2020)