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Chemtrails Over the Country Club: Lana Del Rey y la conspiración de la fama

En un momento de su carrera, parecía haber encontrado el paraíso en Los Ángeles, el glamour, el empoderamiento, la contracara de la Nueva York natal. Pero el juego, la oscuridad, es igual en todos lados y Lizzie Grant, por su naturaleza, siempre se va a inventar un viaducto que la lleve lejos del ruido de fondo y cada vez más cerca de su mejor versión. Reseña del sexto álbum de estudio de la cantautora estadounidense.

Por Franco Rosso Lobo

16.04.2021

“Quimioestelas sobre el country club”. El tren del pensamiento, antes de entrar siquiera en la estación, hace una parada de emergencia frente al cartel luminoso de este título. Chemtrails Over The Country Club, el sexto disco de Lana Del Rey, es engañoso adrede y al mismo tiempo, perfectamente evocativo; resulta imposible no imaginar, oler y palpar la escena desde su tapa (blanco y negro, ¿una vuelta al desasosiego de Ultraviolence de 2014?). Calor abrasador, high society, una marabunta gaseosa, cáustica, de perfumes caros; las mujeres del country reunidas en círculo y sobre ellas lo que no se ve: un avión arrastra dos líneas blancas que abren el cierre relámpago del cielo. Las estelas químicas fueron el foco de una teoría conspirativa que elucubraba sobre el control mental. Se hablaba de una docilidad inoculada en la población; que estos supuestos químicos eran lanzados desde el cielo por el gobierno estadounidense. En Chemtrails, por pynchoneano designio de la pluma de Lana, la conjura se repite y entrelaza con la fama como metáfora del estancamiento, el conformismo y la comodidad.

Fast forward al último tema del disco. “For Free”, un cover de Joni Mitchell que Lizzie Grant —por lo tierno de su gesto parece abandonar la careta de Lana— canta junto a Weyes Blood y Zella Day. Acá es donde se tejen los puentes, las conexiones inescapables para toda conspiración. Y resulta así porque Grant no sólo rinde tributo a una de sus máximas inspiraciones, por no decir la más preponderante, sino porque guía su dedo índice hacia un trabajo fundamental de Mitchell: Ladies of the Canyon (1970). Durante 1970, aunque sería proscripto oficialmente en 1973, todavía operaba bajo cortinas negras el infame Proyecto MK Ultra. Ejecutado por la CIA desde principios de los ‘50, este siniestro plan de (¿oh, casualidad?) control mental (aunque ese sea un término reduccionista), es tomado por la comunidad conspiranóica como la Zona Cero que derivó en el consumo masivo de entretenimiento popular como una de esas formas de “control”. Aquellas mujeres del cañón a las que Mitchell dedicó el álbum eran las que estaban en el frente de guerra de la escena de Laurel Canyon en Los Ángeles; las que cocinaban y lavaban la ropa en una comunidad hippie que, presuntamente, tenía infiltrados de la Agencia Central de Inteligencia. Se supone que entre muchos otros, algunos de esos agentes eran David Crosby (mentor de la canadiense), Stephen Stills y Graham Nash, pareja de Joni y principal detonador amoroso de la obra maestra Blue (1971).

Ahora, ¿cómo es que Lana se hace cargo, consciente o no, de la inclusión de este cover, su contexto secreto y, en parte, de un mundo paralelo? Con una inteligencia supina; tomando la canción al pie de la letra, pero englobándola bajo su (casi constante) ilusión de quietud. Ilusión porque siempre, pero siempre, está activa. A un ritmo sofocante, tanto que para ella misma se vuelve un peso que la aplasta y la hace sentir adormecida, como si hubiese aspirado las quimioestelas directamente del caño de escape. Esa anestesia se traduce en los primeros cuatro temas. “White Dress”, “Tulsa Jesus Freak”, “Let Me Love You Like a Woman” y el que da nombre al disco, se arrastran, indistinguibles, entre el humo denso de sus Parliaments. Ella recorre, ciega y con cautela, los relieves conocidos del braille de su estilo. Canciones que entran y salen como volutas de vapor. Hasta que de la misma manera aparece “Wild At Heart”, probablemente la más interesante de todo el disco porque rompe con la lógica de sus propios berretines: hay intensidad, altas armonías, registros vocales inexplorados, instrumentación de quirófano emplazado en un granero y, sobre todo, una canción de estructura simple, que destaca por contraste con la inamovilidad.

Lana toma la proverbial cita de Tolkien y suspira: “No todos los que erran están perdidos”. En “Not All Who Wander Are Lost” instala una vez más, como en Honeymoon (2015) o Lust For Life (2017), la idea de que para romper con la comodidad, necesita movimiento, wanderlust, el deseo de explorar (y explorarse) un poco más allá. Sea en su música, geográficamente, o ambas al mismo tiempo. “Yosemite” se desliza con máscara de ruptura amorosa, de desencanto, pero debajo esconde dicha combinación de apetitos. La voz está acompañada por una guitarra, ocasionales golpeteos en el cuerpo, y da con una veta de folk puro con cámara de eco, saloon vacío, sin público a la vista. A su manera, por supuesto, abrazándose al silencio, al espacio entre las palabras, toma una instantánea flamígera. En el Parque Nacional Yosemite, una vez al año se dan las condiciones para el fenómeno conocido como Yosemite Firefall. El agua de deshielo cae desde la cascada, y por una ilusión óptica, parece fuego, lava. “Las estaciones cambian/Pero nosotros no”, canta y deja entrever que, al final, no hay hechizo que transforme nada. Ni siquiera a la propia naturaleza. Para rearmarse, hay que romperse lentamente. “Breaking Up Slowly”, a dúo con Nikki Lane, camina la misma línea junto a la ascética guitarra que adorna su caligrafía: “Es difícil estar sola/Pero es lo correcto”.

Esa ruta de soledad errante tiene, paradójicamente, un norte muy definido. Su anhelo por la “vida simple” que rememora en “White Dress”; necesita despegarse de la fama y los flashes de las cámaras. Norman Fucking Rockwell (2019) fue la consagración. Se volvió omnipotente, omnipresente. Ahora siente que la incipiente Lizzie Grant fue engullida. Se ve a ella misma como al personaje de Mitchell: contemplando cómo un clarinetista ignoto toca demasiado bien para estar haciéndolo en la calle, y gratis. En las contradicciones, los cuestionamientos, está el carácter transitivo de Chemtrails. Y qué son las transiciones sino puentes. “Dance Till We Die”, donde convoca a Joni, Joan Baez, Stevie Nicks y Courtney Love, todas lujos, el punto dulce de codearse con las grandes, idolas compañeras en la soledad, además, erige el enlace más poderoso. Estructuralmente, Lana Del Rey jamás había quebrado sus propias reglas ni manipulado su voz como en el puente de esta canción. Los puentes pueden servir para escapar del country y encontrar la libertad, o para caer en una rotonda interminable como son las conspiraciones.

Jack Antonoff, a esta altura, es más un segundo cerebro que un productor; un switch que las artistas con las que trabaja prenden y apagan involuntariamente cuando necesitan un soplo de aire fresco. “Dark But Just A Game” comienza con una frase suya: “Es oscuro, pero sólo es un juego”. Claro que habla del tango que bailan las celebridades, y Lana replica, en un epifánico momento Allen Ginsberg, que “Algunos perdieron la cabeza/Pero yo no voy a cambiar”. Ella no quiere ni siquiera lo que le pertenece, “mucho menos la fama”. En un momento de su carrera, parecía haber encontrado el paraíso en Los Ángeles, el glamour, el empoderamiento, la contracara de la Nueva York natal. Pero el juego, la oscuridad, es igual en todos lados y Lana Del Rey, por su naturaleza, siempre se va a inventar un viaducto que la lleve lejos del ruido de fondo y cada vez más cerca de su mejor versión.