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Elton John, a 45 años de los míticos recitales en el Dodger Stadium

Dos días antes de presentarse en el estadio de Los Ángeles, el cantante tomó 60 pastillas de valium y se tiró a la pileta. Lavado de estómago y con los brazos cansados, subió al escenario, uniformado cual jugador de baseball, y se presentó por última vez como el Capitán Fantástico.

Por Franco Rosso Lobo

15.10.2020

El mundo compró asientos en primera fila para ver morir a las estrellas de rock. Ya viejas, acomodadas y romas, el mainstream las descartó. Hasta que nacieron los cantares de gesta del Siglo XXI: las biopics. Son películas, pero al mismo tiempo relatos cuasi orales; anécdotas que, por fines dramáticos, tuercen y omiten partes de la vida que quieren contar, pero que corren con el peligro de convertirse en la historia oficial. Rocketman (Dexter Fletcher, 2019), la biografía actuada de Elton John, no es la excepción.

Como Bohemian Rhapsody (Bryan Singer, 2018) con la figura de Freddie Mercury, Rocketman es una estampita más en la pulsera de beatos que venden en el subte: descontextualizada, plastificada y reducida a su mínima expresión. A esta altura de la soirée parece una obviedad señalar que estos relatos hay que tomarlos con pincita para depilar. Sin embargo, a veces, la vida real tiene revanchas más poéticas que cualquier producción cinematográfica. Y Sir Elton podría hacer una trilogía de películas con sus caídas en desgracia.

Litografía realizada por Terry O'Neill.

Torre de Babel

La más grande llegó en 1975 y marcó el descenso en el Everest de su carrera. Para ese año, era tan popular que tenía la cara estampada en la revista Time y vendía tantos discos que representaba el 2% de la industria a nivel mundial. Al mismo tiempo, luchaba por esconder su sexualidad y desmentía su catastrófica relación con el alcohol y las drogas. Aquel juego de máscaras hedonista no le impidió hacer su disco más experimental y emocionalmente vulnerable: Captain Fantastic and The Brown Dirt Cowboy.

A diferencia de David Bowie con el finado Ziggy Stardust, Elton hizo un personaje de sí mismo. Él era el Capitán Fantástico y Bernie Taupin el cowboy que escribía letras como un bardo galo. Bajo del que forja su propia leyenda, ambos condensaron la historia de sus primeros años como sociedad artística. Desde los comienzos en la campiña inglesa (“Captain Fantastic and The Brown Dirt Cowboy”), hasta el instante milagroso en el que cada uno descubre un amor fraternal por el otro (“We All Fall In Love Sometimes”). Captain Fantastic era folk-rock glamoroso para el desencantado que se amiga con el fracaso; la apoteosis gloriosa y origen secreto de un superhéroe falible y humano.

Por supuesto, como todo lo que tocaba las bateas con el nombre de Elton Hércules John, el disco fue un éxito desmesurado y se convirtió en su primer número uno en el top ten estadounidense. Algo atípico para un trabajo con un solo hit, de siete minutos y que, además, contaba con pelos y señales un intento de suicidio (“Someone Saved My Life Tonight”). Aunque, como rememora en Me, su libro autobiográfico, “nunca sos lo suficientemente exitoso como para caer de culo.”

Captain Fantastic quedó pegado al recuerdo de la noche en la que John perdió a su audiencia más grande hasta el momento. El festival Midsummer Music, en el estadio de Wembley, estaba pensado para ser la vuelta triunfal a la madre patria; una demostración vulgar de poder. ¿Qué mejor que tocar de principio a fin el disco que lo había coronado como el artista más grande sobre la tierra? Grave error. El público, poco familiarizado con la epopeya del Capitán, empezó a irse de a cientos, luego miles. Elton sostuvo su “integridad artística” con orgullo y sin volantazos de desesperación hasta el final, pero su etapa imperial estaba frita.

Había llegado al límite. Entre 1970 y 1974 bombardeó al mundo con siete discos, de los cuales ninguno llegó a ser menos que un clásico. Lo que para cualquier otro artista hubiera sido una década de producción, él la vomitó en menos de la mitad. Si la adicción al trabajo parecía poco, también estaba más cerca de los doce pasos que de los doce trabajos de su tocayo griego. Para volver a nacer, tenía que morir.

Una fractura en el tejido del espacio-tiempo: el municipio de Los Ángeles anuncia que entre el 20 y el 26 de octubre de 1975 se celebraría la Elton John Week (Semana de Elton John). Los festejos empezarían con la inauguración de su estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood —a la cual Elton asistió montado en un carrito de golf con su nombre y dos anteojos gigantes en el capó— y culminarían con dos presentaciones en el estadio de los Dodgers. Dos días antes del primer recital, el agasajado tomó sesenta pastillas de Valium y se tiró a la pileta de su casa frente a toda su familia.

“En el fondo, no tenía la más mínima intención de matarme”, escribe el pianista. Todos los ojos estaban puestos en un hombre que tenía su propio evento; un avión caprichosamente ploteado con motivo del lanzamiento de Rock of the Westies, un equipo de filmación listo para documentar los triunfales conciertos que estaba a punto de dar para más de cien mil personas. Y no era suficiente, porque necesitaba “otro tipo de atención” que la vida perfecta no podía darle. Captain Fantastic era la epifanía de que, por muchos trajes que usara, Reginald Dwight seguía viviendo detrás de las lentejuelas.

Años después, admitió: “Estaba harto de mí mismo, y temía que al público le pasara lo mismo”. Tenía razón, pero todavía no podía saberlo. Lavado de estómago y con los brazos cansados, subió al escenario del Dodger Stadium uniformado cual jugador de baseball. Envuelto en un manto de mariconada mítica, fue el Capitán por última vez. Lo había anticipado en “Better Off Dead”: “Si la espina de una rosa está en tu costado, más te vale estar muerto”. Vino desde el fin del mundo, pasó por Sodoma y Gomorra, sacó la cabeza del horno, combatió contra la frustración y el fracaso, pero como Ziggy Stardust, tenía que volver a su planeta y abrirle paso a la persona que el alter ego había engullido.

Pocos registros de video sobrevivieron al tiempo (o a los rimbombantes cajones de la diva). Pero allí se ve con claridad: Elton John, como los setenta lo conocieron, estaba despidiéndose. Literalmente brillante, heroico, invencible aún en la tragedia; en su momento más legendario.

Adiós, camino de ladrillo amarillo

De la misma manera que Paul McCartney, Elton mira a través del patio trasero de su vida, pero el tinte violáceo de los anteojos le empaña la visión. El psicólogo Gustavo Casals lo resume bien: su versión de los noventa ya está canonizada. Es Elton John con mayúsculas. Orgullosamente homosexual, sobrio y filántropo. El amigo de la realeza que tomó una de sus canciones más famosas y la volvió elegía. Quizás, por eso, Goodbye Yellow Brick Road sea considerada su máxima obra: es un réquiem celebratorio, mientras que Captain Fantastic una oda a la derrota.
Rocketman parece ignorar deliberadamente esas canciones: dentro de su iteración más reciente, para Elton, el fracaso en su vida es personal y no profesional. Reescribe pero, colateralmente, niega el pasado. Hoy, él es protagonista y figura sobrehumana, no el Capitán.

Taron Egerton, la máscara en el teatro griego de la película, asciende como un cohete y explota en el cielo nocturno. Abajo queda el estadio de los Dodgers, por el que pasó unos segundos antes. La literalidad de la escena está más emparentada con el documental Me, Myself and I (2007) que con la tragedia del momento. Pero, de la misma forma que lo que sucede con la recreación de su debut en el Troubadour, no se trata de ser fiel, sino de captar una sensación. Las leyendas son eso: parte mentira, parte sentimiento. Los fragmentos de su vida, como canta en “I’m Still Standing”, se convierten en un rompecabezas; las piezas no encajan, ni tienen que hacerlo. Él mismo lo dijo: todos tuvimos un érase una vez...Y Captain Fantastic marcó el suyo.

Como el poema de Gilgamesh o el Cantar del Mío Cid, Rocketman, con todas sus fracturas, documenta al héroe como garantía de perpetuidad. “Obviamente, no es verdad. Pero es la verdad”, escribió en un artículo para The Guardian. Tal vez, esa línea sea el comienzo del mito.