El arquitecto Gaspar Libedinsky volvió al High Line neoyorquino, en cuyo proyecto participó hace 20 años. Pero esta vez lo hace en su rol de artista plástico: la muestra Diorama, en Praxis Manhattan, impacta en forma, tiempo y espacio. Una charla para desandar su itinerario de un semáforo a una ciudad.
Por Carolina Muzi
03.04.2025
Si la casa es un instrumento para afrontar el cosmos, como acertó el filósofo Gastón Bachelard, el recorrido y la obra de Gaspar Libedinsky resignifican este aspecto de la poética del espacio en sus distintas escalas. Empecemos por su propio hogar, adonde el artista recibe con la liviandad afable de quien está contento con su modo de habitar. Gaspar muestra su loft soleado: una niña, su hijita Cata, saluda cruzada por los haces de sol y sombra de los árboles que ingresan por la ventana.
La línea de cocina con muchos utensilios ofrece un fondo escenográfico. El modo virtual y la fluidez del espacio dividido con cortinas acercan el concepto que se acopló de modo perfecto como título de su nueva muestra: Diorama. Nos juntamos para hablar de esta experiencia que atravesó el invierno y el portal de la primavera en la base neoyorquina de Praxis, justo frente al High Line, el parque longilíneo de 2.4 km adonde él mismo participó como arquitecto-urbanista a comienzos de los 2000. Y que ahora, de algún modo, volvió a intervenir: una masa cromática flotante abduce desde la vidriera de una galería de arte. El llamador es la ilusión de un coral como los que pintaba el naturalista Ernst Haeckel magnifcado por la lupa de un vidrio, aggiornado en su masa fluorescente y transicionado por el devenir del consumo. De cerca, no se convierte en calabaza.
Hay más trama site specific: porque este regreso de Gaspar a Manhattan, también lo es a uno de los aciertos más lindos de la ciudad (la conversión de zonas urbanas degradadas en espacio público), que tuvo la suerte de protagonizar. Y ahora, eso generó una legitimación afectiva y profesional: el mismo estudio vanguardista que lo alojó entonces como arquitecto, Diller Scofidio + Renfro –en el top chart de los mejores del globo–, lo celebró con un texto que pone en valor la nueva incursión del artista argentino. “Ricardo Scofidio murió el 7 de marzo”, dice apesadumbrado Gaspar, que pudo reunirse con Liz Diller, y con Renfro.
Los píxeles del coral de entrada son cepillos que parecerían el punto de partida para la operación con que Libedinsky reformula pasajes de la cultura material y aggiorna la vocación inclusiva del lenguaje pop. Pero, “primero fue el trapo”, advierte Gaspar, conectado también con las vertientes menos estridentes del arte povera. Es que en el uso inicial de versiones de piso, franelas y rejillas -que luego se amplió a las distintas formas de escobillas y borlas de plumas- no anida una etnografía en torno a los elementos de limpieza, sino una observación urbana, que comenzó con los llamados “Trapitos”, personas que ofrecen lugar para estacionamiento y limpieza de parabrisas de los autos en las calles de Buenos Aires. El pulso de las ciudades junto al teatro físico andamian su atención pareja entre usos, costumbres, espacio e identidad.
De allí parte el arquitecto, hijo de madre, padre, tíos y tías ídem. Pero ojo, no sería la crianza en un entorno proyectual aquello que lo ubicó en la arquitectura y de allí en el mundo del arte sino el lugar común: la calle. Gaspar asegura que, en el límite entre infancia y adolescencia, a los 12 años, fue el primer malabarista callejero de Buenos Aires: “Los malabares determinaron el resto de mi carrera, reconocí el potencial del semáforo, el tiempo de atención cautiva; no es que inventé nada, vi cómo en México hacían acrobacia durante el rojo y decidí hacer lo propio con una bici monorueda. Piruetas, asfalto y vereda podrían resumir bastante bien mi itinerario”, adelanta el arquitecto – urbanista y señala su monociclo estacionada en el loft. Otro antecedente sirve para dimensionar su abordaje atípico: el diseño de un boquete en la fachada de la cárcel de Caseros, a su vez utilizado por los cineastas Cohn Duprat para la película El hombre de al lado. “Todas mis obras en la cárcel se centran en los boquetes que observan la vida de los presos con el filtro adentro-afuera”.
Aquellas actividades fundantes e inmersivas en el espacio público también le valieron un cruce mágico: en 1996, Libedinsky conoció en la calle al académico Thomas A. P. van Leeuwen que se interesó en sus malabares. De aquel encuentro con el historiador de la arquitectura holandesa y, luego, de la lectura de su obra The thinking foot y su cuatrilogía sobre la arquitectura y los elementos, la dimensión de lo urbano cambió completamente para Gaspar, tenía unos 20 años y estudiaba arquitectura: “Conocerlo a él fue un momento pivot porque generamos un vínculo; cuando le dije que admiraba a Koolhaas él me comentó que RK estaba interesado en el proyecto de la Aeroisla que promovía Menem. Y en una semana le armé una carpeta con antecedentes para que le entregara, puse inslusive los proyectos de Amancio Williams para el Aeroparque”, recuerda contento.
El puente al autor de S/M/L/XL funcionó tan bien que en breve, Libedinsky estaba en Rotterdam como pasante de OMA, uno de los estudios más emblemáticos de entresiglos. De ahí a la AA (Architectural Association) de Londres hubo pocos pasos. A través de un calado de losas muy jugado, Gaspar realizó un proyecto de conversión de un estacionamiento en vivienda social y para presentarlo con interpelación incluida, se atornilló unas baldosas asfálticas de 20 kilos a cada zapato. Pasó de ser promedio 5 en la FADU, a ganar el premio a mejor estudiante de arquitectura del Reino Unido. “Rescato dos cosas de ahí: la construcción de la arquitectura como una performance, y el poder inmenso que tiene el cambio de contexto”, dice a la vez que enumera sus propios 5 puntos, las “ideas fuerza” de su obra: “la transformación de lo ordinario en extraordinario; la conversión de objetos marginales en objetos de deseo; la creación de algo nuevo a partir de reorganizar lo existente; y la sublimación de productos cotidianos hacia una vida superior; el obstáculo como potencial”.
Su paso por la beca Kuitca y la convocatoria para armar la primera licenciatura integral de diseño en UDESA, junto a popes como Hugo Kogan, Ricardo Blanco, Diana Cabeza y los hermanos Estebecorena abonaron también la dimensión objetual y las reflexiones que la orbitan. “Por unos años fui profesor de diseño pero en 2019 dejé porque ya tenía en mente Casa tomada que fue un trabajo muy demandante”, explica acerca de la muestra que en 2022 copó el Museo Nacional de Arte Decorativo, en el Palacio Errázuriz, con el atrevimiento digno de piezas que mimetizan utensilios de uso popular. No sabremos si la obra venció prejuicios, pero sí que apuró nuevos diálogos.
Tres de sus piezas más icónicas Nube, Míster Trapo y Kunstformen der Natur (ah, esas criaturas marinas que hasta encierran a presión el movimiento que les imprime el mar) volvieron a presentarse en Diorama. Allí, cada una replantea las propiedades de instrumentos básicos de limpieza del hogar: los trapos de piso y cocina se convierten en alta costura, las escobas plásticas devienen impactantes corales, y los plumeros se hacen nubes. Si es curioso que un elemento o material popular únicamente pueda alcanzar una “vida superior” a través de una operación artística más lo es identificar el pasaporte que esas mismas piezas puedan tener en otra cultura, la apuesta ha de subir en una meca del pop art como es Nueva York.
El curador Rodrigo Alonso linkea la práctica de Gaspar con el equilibrio que cada obra mantiene con el origen de sus piezas parte y su historia social, así como con las reinvenciones de lo cotidiano que señalara Michel De Certeau. Exalta el trabajo de búsqueda material por detrás, que va desde la composición química, la fabricación hasta la segunda vida de aquello que usará. Una suerte de laboratorio de comportamientos sociales con final abierto subyace a la producción de Libedinsky, dice.
Hay algo imbatible en su obra y es la alegría por subidón de color, la tranquilidad que dan los elementos de ayuda (para situaciones tan simples y reconfortantes como la casa limpia, o la suavidad de un trapo de piso virgen en la piel –¿quién no se lo puso en el cachete antes de usarlo por primera vez? Quizá sin que el autor se lo proponga, sólo por la gravitación poderosa de sus piezas-parte en la vida cotidiana, la obra de Libedinsky es sinestésica: si hasta diluye la distancia por imposibilidad de uso que Giorgio Agamben asocia a los muesos en Elogio de la Profanación (2005) con vahos de olor a Blem o Procenex blanco. Provoca la posibilidad de ver distinto aquello que resulta familiar. Y eso siempre es bueno.
Todas las fotos de esta nota son Gentileza de Gaspar Libedinsky