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My Bloody Valentine: está en Spotify, ¿o no existe?

La llegada a los servicios de streaming del catálogo de la banda liderada por Kevin Shields trae aparejada una pregunta: ¿será posible que algún día nos encontremos pagando aplicaciones, en lugar de discos, por cada músico que queramos escuchar?

Por Franco Rosso Lobo

23.04.2021

La pregunta “¿Está en Netflix?” tiene una prima igual de siniestra: “¿Está en Spotify?”. Son siniestras porque ambas reducen el mundo; si no está ahí, no existe. Esa fue la pregunta que se detonó en los sobrinos y sobrinas de Kevin Shields, cantante y guitarrista de la banda irlandesa My Bloody Valentine. “¿Por qué sos tan oscuro a propósito? Es una estupidez”, le inquirieron a su tío cuando se dieron cuenta de que no podían mostrarle a nadie su música. “Esas cosas me hicieron pensar, ‘Sí, supongo que mi percepción del mundo no es el mundo’. Hay todo un mundo del que no sé nada”, respondió Shields en una entrevista para el New York Times, a propósito de la llegada del catálogo de MVB a las plataformas de streaming.

Hasta hace unas semanas, el grupo era uno de esos unicornios que exigían algo más de dos clicks para familiarizarse con su obra. Hay que ser realistas, si bien no todo se encuentra en internet, tampoco es que My Bloody Valentine gozaba de una oscuridad absoluta. Sus discos flotaban en una clandestinidad accesible. En ese punto, las opciones (y dilemas) se ramifican. Sí, podía recurrirse a la piratería y sí, en estos casos, no hay vergüenza que valga. Lo que está y no se usa nos fulminará, dijo un profeta. Si existen los medios para aportar al mercado, y el mercado (o los propios artistas) priva al público de un fácil acceso a su oferta, que no se culpe a nadie. Pero el desafío, tal vez en esta era, sea moverse, husmear y encontrar. Un proceso similar (y dentro de los márgenes “legales”) al de tomarse un colectivo o un tren para ir a la disquería o el cine/videoclub. Otra vez, se arriba a una horqueta en el camino: hoy —y particularmente en Argentina— la fisicalidad de la música, el fetichismo, es un lujo para pocos. Comprar un vinilo o un CD, sobre todo de bandas “de culto” (si es que la expresión todavía tiene algún significado), implica desembolsar miles y miles de pesos, ya sea para obtener el objeto en sí, o para ser capaz de reproducirlo. Así que hay que estar muy seguro de lo que se busca, y ese factor arranca de cuajo el componente de la aventura, del descubrimiento. Pero la trama se complica un poco más.

Por un lado tenemos al público acorralado contra la pared y por el otro, están los artistas en una situación no muy diferente. Más de uno se mostró reticente a entregar el trabajo de una vida al éter. Por ejemplo Prince que, después de haber despotricado y retirado todo su material, no volvió al streaming sino hasta después de su muerte. Lo mismo King Crimson, que ante la férrea e inexorable garra de Robert Fripp, un helicopterista que disparaba misiles a cualquiera que tuviera el atrevimiento de subir In the Court of the Crimson King a Youtube, resolvió el problema con una idea a la altura de su genio: festejó los 50 años de la banda dando el brazo a torcer ante las plataformas al mismo tiempo que regó, durante 50 semanas seguidas (!), un camino de singles con comentarios y outtakes como si fueran migajas de pan. Casi companions de escucha de toda su discografía. También está el caso de Neil Young, que primero perteneció exclusivamente a Tidal por su fidelidad de sonido. Luego, bajó toda su música de cualquier lugar no tangible y finalmente volvió a todos los servicios, pero con un andamiaje propio detrás. En Neil Young Archives, por una suscripción premium, ofrece desde rarezas de su carrera, artículos periodísticos, algún que otro EP exclusivo y hasta la posibilidad de ver shows en vivo desde la comodidad del hogar. Atractivo, pero no deja de asustar frente a los pululantes nombres como Paramount+, HBO Max, AMC+ y el largo etcétera que signa estos tiempos y sólo significa una cosa: todo catálogo puede diversificarse. ¿Será posible que algún día nos encontremos pagando aplicaciones, en lugar de discos, por cada músico que queramos escuchar?

Si algo tienen en común Fripp y Young, entre otros “vencidos” como Peter Gabriel, es que son propietarios de sus sellos discográficos y, por ende, de su música. Particularmente, My Bloody Valentine había firmado un contrato con Sony cuando la major absorbió a la disuelta compañía Creation Records. Pero Shields tenía la opción de reclamar las cintas originales y remasterizarlas para que volvieran a su dominio, algo que planeaba hacer ya desde 2002. Por supuesto, Sony evitó ese resultado a toda costa y “escondió” las grabaciones hasta que el guitarrista amenazó con involucrar a la policía en el asunto. En 2012 aparecieron las primeras reediciones de Isn’t Anything (1988) y loveless (1991), además de un nuevo compilado, ep’s 1988-1991 and rare tracks, que nucleaba los cuatro EPs que la banda había producido bajo el ala de Creation. Finalmente y en absoluta independencia, lanzaron su tercer disco, mbv (2013). Shields, en la misma entrevista con el New York Times, vuelve su llegada al streaming una posición filosófica respecto a los límites de la libertad en el mercado: “Queríamos trabajar con un sello independiente [...] Domino es el emprendimiento independiente definitivo porque tiene la misma cantidad de instalaciones que gran parte de las majors, pero está manejado por una sola persona.” Esa persona, Laurence Bell, también pondrá en las bateas nuevas ediciones remasterizadas en vinilo de todos los discos de MVB a partir del 21 de mayo. Y si bien puede pensarse que tal vez el negocio está en captar oyentes con el streaming para que luego compren las ediciones físicas, la realidad está bastante más lejos.

“La gente no paga casi nada por acceder a casi todo”, dijo el músico Ezra Furman a la revista Rolling Stone en el número de marzo de la edición argentina. Furman es una de las 27.000 firmas que integran el nuevo Sindicato de Músicos y Trabajadores de la música (UMAW), formado por artistas independientes en Estados Unidos frente a la imposibilidad de dar conciertos durante la pandemia. Lo cual ya indica, por si quedaba alguna duda, cuál es la principal forma de ingreso que tienen los músicos para ganarse la vida. Spotify representa el 32% del mercado del streaming con unos 155 millones de usuarios suscritos en todo el mundo. Por cada reproducción, paga a los artistas 0,0038 centavos de dólar y ahí es donde entra la UMAW, que actualmente exige que ese número escale hasta un centavo. Momento de hacer cuentas: en poco menos de un mes, las reproducciones de “only shallow”, el primer tema de loveless, alcanzó casi 17 millones de escuchas. Basta multiplicar para darse cuenta del magro revenue que sólo esa canción supone para My Bloody Valentine, por más que haya habido o no un acuerdo de ganancias. El punto es que esas escuchas tampoco se traducen en discos comprados. Según el sitio Statista, en 2020, el vinilo amasó 27.5 millones de unidades vendidas sólo en los Estados Unidos y representa el 27% de las ventas de álbumes. Puestos en perspectiva contra los números que generan los servicios de streaming o la compra de canciones individuales, ese porcentaje palidece y se reduce a un lánguido 3.6%. Está claro, el mundo digital que Kevin Shields dice no entender es el que manda.

Ver la tapa de loveless atrapada en un cúmulo de píxeles en Spotify puede tomarse de dos maneras y ambas son válidas. Una puede ser alegría por la democratización de artistas fundamentales, únicos, pero que ya sea por trabas ideológicas o de derechos, parecen incapturables. Incluso sucede en estas latitudes con bandas como Dios, San Martin Vampire, Los Twist y Fricción, que hace apenas meses se acoplaron a las líneas del on demand con sus discografías completas; grupos que antes eran inalcanzables en su formato físico. De nuevo, aunque siempre haya un tugurio en la red donde escucharlos, nada es mejor que esté en la aplicación más popular. Se vuelve automáticamente más compartible dentro de nuestros nuevos estándares. Otra manera de tomarlo, es que My Bloody Valentine se caracteriza, precisamente, por el impacto físico de la música —guitarras a niveles ensordecedores, texturas de efectos que envuelven la piel— y ahora entra en una paradoja impalpable. Es un pitido más en la pared de ruido de las plataformas, que si bien (¿por suerte?, ¿por desgracia?) no contienen absolutamente todo, intentan ser cada vez más una pileta uniforme del ADN de la música del mundo.

No necesariamente todo el planeta debería volcarse al coleccionismo, ya sea de música, libros, cómics o películas. También, no necesariamente todo el planeta tiene los medios para hacerlo. Pero, y por esto preguntar si tal o cual cosa está o no en tal o cual servicio se vuelve un reflejo pavloviano, naturalizado y siniestro, es importante recordar el poder que se está entregando con cada suscripción; lo que se relega cada vez que la curiosidad de buscar gana por sobre la pereza de tener todo al alcance de un click. Hay un desbalance de sentidos, se pierde el tacto, el olfato, la vista. Se pierde el derecho a adueñarse de las obras. A sostenerlas entre las manos y saber que siempre estarán allí porque, ¿quién sabe qué pasará el día que se corte internet? ¿Cuánto tiempo titilará la luz del módem? ¿Volverá? Y todo lo que está en la nube, ¿existirá?