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¿Quién de ustedes es Ye? Tras las pistas del presente de Kanye West

El documental Jeen-yuhs le da la posibilidad al espectador de conocer una faceta más íntima, sin máscaras, del rapero estadounidense.

Por Franco Rosso Lobo

21.04.2022

Everybody is so judgemental
Everybody hurts, but I don’t judge mentals
It was all so simple

Todos juzgan
Todos dañan, pero yo no juzgo a los locos
Era así de simple

Un montaje a ritmo Kanye West: enajenado, entreverado, aplastante. Ambiguo. Grisáceo. West no está en el ojo de la tormenta cada vez que lanza un disco o una nueva colección de moda; cada vez que declara públicamente o aparece en videos progresivamente más furtivos, como robados por un viajero del tiempo que visitó la secta de Jim Jones. Incluso cuando se lo ve rapeando con un chaleco antibalas en algún lugar de República Dominicana posee la fuerza centrífuga de mil huracanes clase 6. Más allá de cualquier razonamiento. Él es la tormenta, como una usina de entropía imparable. Así se lo ve en los últimos segundos de Jeen-yuhs (2022), el documental de Netflix que narra sus comienzos, derroteros públicos, y su intermitente relación con el director Coodie, realizador del icónico videoclip de “Jesus Walks”.

El tecnócrata del Motivo Ulterior, devoto de lo terrenal y el poder suprahumano de la ultraluz divina, asciende a los cielos como abducido por dios o lo que sea que lo haya depositado en este planeta. Y el mundo no puede hacer algo más que presenciar el acto en completa impotencia. Pasa lo mismo cuando El Artista Anteriormente Conocido como Kanye West habla en una habitación: el silencio es sepulcral. Desde que Ye recibe las conversaciones que corresponden a la carne, al rostro de West, se atestigua un tironeo de riendas discursivo que siempre gana el álter-ego. Nadie puede parar el tren de pensamiento ni del habla de este predicador-filántropo-guerrillero mental. Cada palabra está desmedida, en función de un efecto oculto, que solo habita en la maraña sináptica de emociones sin balance. Y el mundo no puede hacer más que mirar. Salvo cuando Coodie tiene el poder de la cámara, el ojo que todo lo ve, que contextualiza —el beneficio que nunca reciben las palabras de Ye— el discurso de su amigo. Pero incluso el director sabe cuándo se ha visto demasiado y decide protegerlo cerrando el portal.

Jeen-yhus rastrea la figura mitótica del germen de La Fase Donda; el origen secreto de este antihéroe que, como tal, no tiene punto medio. Sus emociones son extremas, como sus resultados, como lo que provoca: amor u odio. Por eso las imágenes del joven Kanye son pueriles y conmovedoras. Derrotado frente a las ninguneadas de Roc-A-Fella Records, que pretendía tenerlo para siempre en un sótano creando beats, o entusiasmado mostrando su material frente a un estudio repleto de estrellas.

No importa el nivel de relación que se tenga con la figura de Ye. Sólo saber que existe, que su nombre resuene en algún recoveco de la cabeza, genera el mismo magnetismo frente a las imágenes robadas de una intimidad prohibida. Porque es la clásica historia del underdog devenido en gigante de masas; la quintaesencia de Rocky. Pero sobre todo, porque aún con una vida (y relevancia) pública que pocos artistas consiguieron, verlo a Kanye West sin otro disfraz más que el de su propia piel resulta apasionante.

Aún más especiales son los momentos entre el bebé West y Donda, su madre-oráculo. Esos son los instantes más confidenciales, como servidos por anteojos que entregan una misión y sus coordenadas directo en la retina. Que deberían haberse autodestruido, quemado cual documento for your eyes only, pero que ahora el mundo puede espiar. Es ahí donde comienza y termina la búsqueda por comprender la parábola de Ye. Cuando Donda, en toda su sabiduría que parece teatral, una cascada que encontraba vertiente en su lengua, le da la llave del pasado, el presente y el futuro a su hijo, todo tiene sentido. “El gigante no puede verse al espejo”, dijo y se hizo la luz.

En 2021 Ye lanzó su último disco, que lleva el nombre de su madre y una tapa en negro profundo. Ese es el delay del duelo de Kanye. Casi 14 años después de la muerte, luego de abrevar en ella como una constelación omnipresente sobre su corona, y a la que parece acceder a voluntad para conjurar caos mediático, terrorismo psíquico, político y digital vía redes sociales, el rapero exhuma a su cadáver más sagrado para volver con un disco, como mínimo, exigente. Si fuera posible, Donda debería escucharse bajo tierra, en la más absoluta de las oscuridades y enterrado en un ataúd de cristal. En sus casi dos horas no permite otro estado que no sea la estasis. Cualquier movimiento o sonido externo rompe con la ilusión que crea desde su comienzo con “Donda Chant”, una repetición a capella de ese nombre ya mítico. Hasta que se deforma el sentido, la modulación, el tono y West logra el mismo efecto que John Lennon en “John & Yoko” de Wedding Album (1969), cuando los amantes se llamaban de una punta a la otra invocándose, deseándose, reclamándose. De ahí en adelante, Donda es más un virus de performance musical casi mágico; una terapia de hipnosis regresiva que, cuando termina, vuelve a empezar.

Si se cruzan los paraderos de Jeen-yhus y los pliegues de Donda, si se eleva el mapa hacia el sol un domingo de misa en donde ninguna nube pueda pervertir la energía solar, el camino se ilumina. Más de una acción, decisión artística o declaración de West servirán como distracciones y pistas falsas que desvíen el foco. Por ejemplo, el dispositivo creado específicamente para reproducir Donda 2, un disco casi a la par de la joya-obra oculta de Wu-Tang Clan que sólo existe en esos microchips (o en el océano de la internet pirata). También sus despotricadas religiosas, su postulación a la presidencia, las máscaras que Ye siempre usó para ocultar a Kanye; son el árbol que no permite ver el bosque.

Ye, con su disforia de personalidad, con su talibanismo cristiano, con sus ominosos looks de dictador de un futuro lejano, casi convertido en el Pinky de Pink Floyd — The Wall (1982) —, logró (y logra en cada presentación del disco) un exitoso ritual. Sopla un vapor tartárico, voluminoso y negro que invoca en diferentes puntas del planeta a la sombra de Donda. La vuelve inmortal y la incluye en el inconsciente colectivo de una cultura, porque sabe que tiene ese poder. Le tomó más de una década, pero finalmente, el simbionte nuclear que todo lo destruye, quien sea que dirija los controles de Kanye West, se puso de su lado y le hizo un regalo que conjura una catarsis que parece (aunque con él nunca nada es lo que parece) definitiva.

A fin de cuentas, Jeen-yhus deja en claro que Kanye sólo es un nene que quería ver orgullosa a su mamá.