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Siete imperdibles musicales de vanguardia para esperar Annette

El festival de Cannes no encontró mejor modo de resurrección que proyectando Annette, la ópera del irreverente Leos Carax. Los críticos dijeron: “Caótica”, “Expeditiva”, “Bizarra”, “Hipnotizante”, “Exasperante”, “Siniestra”, “Alucinante”. El mundo de los adjetivos entró en crisis por el musical del director francés que ceremonias atrás había maravillado a propios y extraños con la indescifrable Holy Motors.

Por Nicolás Mancini

14.07.2021

La espera para ver en alguna pantalla a Adam Driver y Marion Cotillard hacer de las suyas puede ser amenizada con otras obras. Por ese motivo, en las siguientes líneas se hablará -y recomendará- de siete musicales de vanguardia a los cuales les podría caber alguno de los adjetivos mencionados anteriormente. El interrogante es cuál y allí ingresan al campo ustedes. Destinados a robarles amantes a Vincente Minnelli y Gene Kelly y a afianzar su relación con los curiosos y las curiosas, estos títulos que abarcan más de un decalustro comparten espíritu y modo de entender la música cinematográfica. Es como si los hubiera unido el ojo de algún curador del tiempo que hace años alineó el cosmos para que las mentes de estos cineastas fueran para el mismo lugar. Sin más preámbulos, veamos.

French Cancan (Jean Renoir, 1955)

Después de haberse consagrado como director en Francia y Estados Unidos, Jean Renoir volvió a su país natal y realizó siete películas. Una de ellas fue French Cancan, representación cuasi pictórica del origen del Moulin Rouge que inspiró, entre otras obras de arte, a la famosa película de Baz Luhrmann sobre el transgresor teatro parisino.

El film es un “last dance” adelantado, una pieza de orfebrería que destila nostalgia. Renoir se reencuentra con Jean Gabin, uno de los actores de su vida, evoca a su padre August mediante el uso del impresionismo, narra una suerte de leyenda patria y se da el lujo de que Édith Piaf haga un cameo. La mesa está servida, solo falta el cancán.

Para los fervientes seguidores de los musicales clásicos, que probablemente vieron Bohemian Rhapsody, podría trazarse una analogía entre la película de Renoir y el desenlace de la de la biopic de Freddie Mercury. El cancán llega a la obra de Jean como si fuera ese espectáculo del Live Aid que da cierre al film estadounidense. La última media hora es, parafraseando al comediante argentino Lucas Rodríguez, un momento de “locura total”.

Las canciones que escasean durante el primer y segundo acto y solo llegan de la voz de Philippe Clay hacia lo último se alinean durante un largo tramo con las imágenes. Renoir crea cuadros impresionistas animados mediante la experimentación con el color y los decorados. Planos de una creatividad única, actores y actrices con exceso de carisma, música en el momento justo, un manejo excelso de la profundidad de campo y una insólita escenografía hacen que French Cancan sea una gema más en la carrera del francés.

Le Bal (Ettore Scola, 1983)

No se puede afirmar que Le Bal, de Ettore Scola, sea de 1983. También puede ser una película de 1936, de 1950 o de 1975. No se sabe. El cineasta italiano destroza el tiempo con un extraño film ¡argelino! sin diálogos y enteramente musicalizado.

Le Bal muestra aquello que sucede en un salón de baile a medida que pasan las décadas. Las acciones se desarrollan solo en un escenario -el salón de baile- y los actores y actrices elegidos por el italiano interpretan a varios personajes de acuerdo a qué año se está recreando. El film empieza en la actualidad, que es el ochenta y tres, y a los minutos llega un flashback que nos lleva sin escalas a 1936. De repente, la película se ve en blanco, negro y rojo y los personajes actúan como si estuvieran en una muda de comienzos de siglo y bailan las canciones de la época. Desde ese momento, la sucesión de décadas no se detiene hasta llegar nuevamente a los ochenta.

Scola, si estuviera entre nosotros, podría jactarse de ser uno de los pioneros de las listas de Spotify. Le Bal en sí es una gran playlist de canciones famosas que van desde los treinta hasta los ochenta y de planos de gente extravagante que las baila. El buen manejo de las exageraciones, los gestos -y con ellos el humor- y el baile son indispensables para que la cosa realmente funcione, para que se creen conflictos donde a priori no los hay y el relato se haga completamente llevadero.

On connaît la chanson (Alain Resnais, 1997)

Y hablando de listas de Spotify, otro que podría haber sacado a relucir su buen uso de las playlist en el cine es Alain Resnais. No hay que caer en el engaño del francés: en On connaît la chanson no se desentiende del todo de los recursos que usó en Hiroshima Mon Amour y El año pasado en Marienbad, films que lo llevaron a la gloria y le permitieron inaugurar algo así como un lenguaje.

En medio del drama y el humor que maneja dentro de su peculiar historia de enredos se cuelan una escena onírica y un modo de transición a través de una medusa que indefectiblemente recuerdan la irreverencia de su orfebre. Y ni que hablar del chiste principal del film: las canciones populares francesas que aparecen y desaparecen en medio de las conversaciones.

El mecanismo que explora y con el que se divierte Resnais es el siguiente. Alain utiliza de base una historia de enredos amorosos para introducir en ella canciones conocidas a través de “lipsyncs” -los tiktokers lo conocen muy bien- que hacen los actores y actrices en medio de conflictivas situaciones. Si el personaje de André Dussolier se nota acomplejado por determinada situación, acto seguido expresará su sentir con una letra de tema popular francés acorde. El sonido directo dejará de tomar su voz y los espectadores pasarán a escuchar la de algún cantante mientras él hace la mímica.

Lo curioso de esta película es que, a diferencia de lo que ocurre en films como La La Land (Damien Chazelle, 2016), donde el mundo juega a favor de los números musicales, uno nunca se imagina cuándo podrá llegar el entrometimiento de una canción. La relación entre el realismo y el musical encuentra una nueva dimensión. Resnais no termina de detener por completo su universo como en los musicales clásicos. Se atreve, sin más aval que el de su genio, a interrumpir de imprevisto una conversación con un breve show musical de cinco segundos para que después los interlocutores sigan como si nada.

Memories of Matsuko (Tetsuya Nakashima, 2006)

Esta película japonesa de Tetsuya Nakashima podría ser definida como la versión asiática de Amélie (Jean Pierre Jaunet, 2002) y El gran pez (Tim Burton, 2004) juntas. El uso de la luz sobreexpuesta nos deja en evidencia desde el primer segundo que lo que se verá a continuación no será algo común, ni mucho menos.

La premisa es ya de por sí medio rara: un joven se entera de que una tía desconocida murió y decide averiguar cómo fue su vida. Entonces, tal como sucede en la película de Tim Burton, veremos sucesos extraordinarios en la vida de esta mujer y, al igual que en Amélie, escucharemos bellas melodías mientras vemos lugares repletos de color.

Lo estrafalario no radica en que, por ejemplo, la canción principal sea una de cuna sino en todo lo relacionado a las caleidoscópicas imágenes. Hay una secuencia en la que Matsuko, la protagonista, hace un número musical en un sendero 2D y con pajaritos de colores revoloteando alrededor suyo. Nada más que aportar.

Nakashima explora conceptos interesantes que hacen que su inclasificable película no sea un desbarajuste visual y sonoro. Su arriesgada idea de llevar hasta un extremo los clásicos de Disney -véase los títulos iniciales, el tipo de música y el estilo de las pinceladas- utilizando actores de carne y hueso en plena euforia nipona hace que merezca la pena, por lo menos, un visionado. El resultado no defrauda y, si sos sensible, hasta puede hacerte emocionar.

Guy and Madeline on a Park Bench (Damien Chazelle, 2009)

El título consagratorio de Damien Chazelle ya fue mencionado por ahí. Esta es su ópera prima y, quizás, la que más de las suyas se le parece a La La Land. Todas las obsesiones que a lo largo de su breve e interesante carrera exploró el cineasta estadounidense están aquí a punto de explotar.

Desencuentros amorosos, música -mucha música- y sueños frustrados, es decir, tópicos que caracterizan la filmografía de Chazelle, se dejan ver mediante rendijas en una historia de desamor entre los personajes que le dan título. El film comienza con ellos separándose y durante una hora y media vemos cómo son sus vidas en diferentes lugares.

Guy and Madeline on a Park Bench es en blanco y negro, está filmada en 16 mm, con cámara en mano y su protagonista es un destacado trompetista. La textura de los planos recuerda a los antiguos films de estudio y los movimientos de cámara a las películas independientes de John Cassavettes. Chazelle la hizo completa y, además, demostró años después que eso no fue todo lo que podía dar.

El perfume de la cinefilia se percibe en cualquier número. Las escenas musicales son una rara mezcla de las que hay en La La Land y de lo que se muestra en Whiplash (2014). Vale destacar que quien está detrás de los sonidos es el inconfundible Justin Horwitz y que por eso también se oye como si fuera familiar de una de esas dos. Que la fantasía de cantos y bailes se haga presente en medio de Nueva York mientras lo que se está viendo es algo similar a un video casero grabado por un documentalista genera un choque que, como mínimo, hay que prestarle atención. A esto se suma que hay números de puro delirio jazzero sin voces que nos invitan a ser parte de pequeños salones donde las trompetas y el tap son protagonistas. De nuevo, como en la de Resnais, se da eso de “musical realista” que ofrece un efecto interesante.

Chico y Rita (Fernando Trueba, Javier mariscal y Toño Errando, 2010)

Esta película y la anterior están conectadas por su título y también por su música. Los españoles Fernando Trueba, Javier Mariscal y Toño Errando construyen un film animado ideal para los y las amantes del jazz y las historias de amor. Chico y Rita son un pianista y una cantante que se conocen en un baile en mitad de siglo XX y la vida los encuentra y desencuentra en La Habana, Nueva York y París, tres urbes que desparraman nostalgia, cine y música por doquier.

Es una firme película animada para adultos que no escasea en desnudos, comentarios políticos y reflexiones relativamente serias sobre el amor. Una obra de arte por donde se la mire, comenzando desde su génesis y terminando en sus dulces baladas.

Trueba fue el cerebro cinematográfico y Mariscal el dibujante. Las ilustraciones barrocas del artista fueron guiadas por un storyboard que le hizo el cineasta. Errando, por su parte, llegó para codirigir y ayudar a Fernando. El dúo principal intentó crear una película que gustara a jóvenes, adultos y amantes del jazz, por lo tanto investigó a más no poder sobre el cine de los cuarenta, las edificaciones cubanas -de hecho, viajaron a la isla- y los nombres más importantes del jazz latino. Trueba y Javier son apasionados de este género musical y una especie de bibliotecas andantes en lo que a él se refiere.

Ambos trabajaron en conjunto con un grupo de músicos que iba creando la banda sonora a medida que la escritura del guión avanzaba. Trueba no quiso ofrecer un popurrí de canciones ya hechas sino mostrar nuevas versiones de las mismas para que concordaran con lo que sucedía en escena. El rol de Bebo Valdés, mítico cantante que le dio voz al protagonista, fue clave en este sentido, así como también la aparición de personajes que existieron y de cantantes interpretándose a sí mismos, como Estrella Morente.

Chico y Rita es una película para unos pocos melómanos que, como buena que es, no le cierra las puertas a los amantes del cine transparente, ausente de ironías, nostálgico y, por sobre las cosas, bien narrado.

Lovers Rock (Steve McQueen, 2020)

Sepa disculpar, purista de los musicales, por si Lovers Rock no se acomoda bien en el género que aquí estamos acariciando. Esta oda a la música de solo 68 minutos sucede en un noventa por ciento en una fiesta de blues y reggae de los ochenta. Cuando termina, uno se pregunta si acaba de venir de un baile o de finalizar el visionado de un film. Privilegios conseguidos gracias al buen manejo de eso llamado cámara.

McQueen extrañamente regresa a sus orígenes. A Hunger, a Shame. Se despoja de aquellos diálogos insignificantes y escenas exacerbadas que ensuciaron un poco sus dos películas anteriores al Small Axe -el nombre del proyecto cinematográfico que incluye Lovers Rock- con el objetivo de hallar el grado cero de su cine, aquel que solo le permite construir fluidamente a través de imágenes. Por eso, cuando Lovers Rock brilla es cuando la música suena y los personajes y la cámara bailan.

McQueen está con su gente, se nota que siente en las venas aquello que está grabando y de ese modo indudablemente invita a los espectadores a menear la cabeza con alguno de los hits que suenan en el antro que elige recrear. Lovers Rock es la invitación a una fiesta en la cual los espíritus convergen en plena comunión. Estás allí o no estás. Como en los ejemplos anteriores, cuando la música, el romance y la inventiva se imponen se ve que no hay con qué darle. A bailar, que termina la noche.