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Ennio Morricone: tan freak y tan popular

Reseñamos Ennio, El Maestro, el documental dirigido por Giuseppe Tornatore que se centra en la vida del famoso compositor musical.

Por Pablo Strozza

25.10.2022

El plano abierto muestra una habitación desordenada y llena de papeles que es, sin ninguna duda, la habitación donde el hombre que está de espaldas trabaja. Poco tiempo después hay un primer plano de ese hombre: un señor mayor, que escribe con un lápiz negro sobre un pentagrama y, cuando se equivoca, borra su error con una goma. La prolijidad de la acción y del pentagrama dibujado, inclusive de alguna que otra indicación al margen, contrasta con el cuarto que vimos antes, y puede ser una buena metáfora a la hora de analizar Ennio, El Maestro, documental dirigido por Giuseppe Tornatore (el hombre detrás de cámara en Cinema Paradiso) que durante más de dos horas y media se encarga de dar cuenta de la vida y la obra del genial Ennio Morricone.

El ying y el yang. El blanco y el negro. El arte de vanguardia y el arte masivo. O, como bien escribió Adrián Dárgelos (fan declarado de Morricone) en “Camarín”, lo freak y lo popular. Ennio, El Maestro es una película que se encarga de poner en claro esa contradicción que fue parte de la psiquis del músico romano durante toda su vida. Aquel joven que estudió composición musical bajo la tutela de Goffredo Petrassi con la idea de emular a Igor Stravinski cometió una suerte de “traición” y se hizo famoso primero en los tempranos años '60 como arreglador para la discográfica RCA de canciones pop que interpretaron cantantes de la talla de Mina, Paul Anka, Jimmy Fontana, Gianni Morandi y, más acá, Joan Baez, entre tantísimos otros. Ya en esa faceta, Morricone lograba colar su sello extravagante: ahí está esa lata que cae al piso y cuyo sonido es el motivo dominante de la percusión de “Il barattolo” de Gianni Meccia. Y, en paralelo, y como respuesta a John Cage, Ennio se sumó al Gruppo di Improvvisazione Nuova Consonanza que conducía su amigo Franco Evangelisti, un combo encargado de crear música a partir de sonidos aleatorios e improvisaciones. Avant garde hecho y derecho, similar al que en Londres realizaba el colectivo AMM.

Pero fue un encuentro casual con un viejo compañero de colegio llamado Sergio Leone el que llevó a Morricone a la cima del mundo de los compositores de bandas de sonido. Su trabajo en la “Trilogía del dólar” entre 1964 y 1966 (Por un puñado de dólares, Por unos dólares más y El bueno, el malo y el feo) es ayer, hoy y mañana, un faro ineludible a la hora de encarar el soundtrack de un western. Guitarras eléctricas surferas, instrumentos de viento que imitan voces de coyotes, órganos insólitos, contrapuntos, elementos tomados del pop y reformulados, motivos de vanguardia: un listado incompleto de los elementos de los que se valió Morricone para enriquecer las imágenes polvorientas de ese inmortal Clint Eastwood que dirigió Leone. Soundtracks que fueron apropiados para siempre por rockeros como Metallica o los Ramones al momento de salir a escena y saludados en el film por Bruce Springsteen o Paul Simonon.

Morricone, en ese momento, intuyó el peligro: quedar pegado para siempre como compositor de música para westerns. Pegó el volantazo, y salvó para siempre su carrera, más allá que en paralelo de su labor con Leone había trabajado, por citar un solo ejemplo, con Pier Paolo Pasolini (Uccellacci e uccellini, y con quien volvería a trabajar en Teorema, El Decamerón, Los cuentos de Canterbury y Saló o los 120 días de Sodoma). De ese modo sumó a su palmarés a Novecento de Bernardo Bertolucci y Days of Heaven de Terrick Malick (su primera nominación al Oscar), en registros totalmente alejados a los que lo consagraron, pero con una eficacia e influencia similar. Pero es en Once Upon a Time in America (1984) donde, para muchos, se produce su mejor (y última) colaboración con Leone, en una orquestación que une de un modo magistral los tres momentos históricos en donde transcurre la historia. Una de las imágenes más conmovedoras de Ennio, El Maestro es cuando se ve, en una filmación de la filmación de Once Upon a Time in America, a Robert de Niro rodar una escena con la música sonando en el plató como parte de la escenografía. El final del acto, con los aplausos de rigor, eriza la piel de cualquiera con un mínimo de sensibilidad artística.

Mientras tanto, Morricone intentaba alejarse de los soundtracks para dedicarse full time a tu carrera de compositor serio, y lo único que conseguía era meterse más y más en el cine, de la mano de la música de La misión (Roland Joffe), Los intocables de Eliot Ness (Brian de Palma), Cinema Paradiso y ¡Átame! (Pedro Almodóvar), entre tantísimas otras. Había un aliciente para esta decisión: más allá de haber vendido cientos de millones de discos, para muchos de sus pares su trabajo aún era “menor” y el reconocimiento del mainstream (llámese la Academia de Hollywood) le era esquivo con un Oscar que se le negaba y negaba. Así y todo, sus conciertos colgaban el cartel de sold out en todo el mundo, y en 2002 estrenaba una obra llamada Voces desde el silencio dedicada a las víctimas de los atentados contra las Torres Gemelas en Nueva York el 11 de septiembre del año anterior.

Y fue el Siglo XXI la era que le trajo el reconocimiento merecido al Maestro por parte de la Meca del Cine. Primero, en 2006, con un Oscar dedicado a su trayectoria; y luego, en 2016, con un Oscar a la Mejor Banda de Sonido por su faena en The Hateful Eight de Quentin Tarantino. “Hice una sinfonía y me vengué de los westerns”, dice Morricone con gracia en el documental sobre The Hateful Eight, en un complemento de la hipérbole también graciosa del director, que lo puso en un pedestal musical personal por encima de Mozart y Beethoven.

Más allá de algunas omisiones (hubiera estado muy bien el testimonio de Morrissey, para quien Morricone hizo el arreglo de “Dear God Please Help Me” y su declaración acerca de la banda de sonido del Mundial de Fútbol Argentina '78, algo de lo que jamás hubo mención) y de su clasicismo a la hora de narrar con múltiples cabezas parlantes, Ennio, El Maestro cumple con su cometido: todos queremos volver a ver, con otros ojos, infinidad de películas. Y ante tanta oferta, que la guía sea repasar clásicos en función a la música de Ennio Morricone es un plan irresistible. El éxtasis del oro, entonces, nos espera. Nos vemos allí.