Procesos creativos

Antonio Birabent: “Nunca me pienso como un músico, escribo por placer y emoción”

“El filo” sostiene una voz interior que avanza con tensión contenida y un ritmo firme. Desde esa mirada pausada pero incisiva, el autor reflexiona sobre la escritura, la memoria, la identidad del narrador y el vínculo entre música y literatura.

Por Damián Damore

28.11.2025

Antonio Birabent vuelve a la escena literaria con El filo, un libro breve y punzante que avanza con el pulso de una voz interior que nunca se detiene. Después de Tres, donde trabajó la memoria familiar y una cadencia contemplativa, este nuevo texto se mueve en otro terreno: la montaña, la soledad, un hombre que piensa mientras cabalga dentro de su propia mente. Birabent escribe con la misma atención con la que escucha música: ritmo, respiración, silencios. En esa búsqueda aparecen sus temas persistentes, sus obsesiones, su modo de mirar el mundo sin levantar la voz.

Entre su historia como músico, su vínculo con la literatura y la huella que dejó el programa de televisión La Cueva en el imaginario del rock argentino, conversa sobre el tránsito entre géneros, la construcción del autor y el modo en que una narración encuentra su forma.

— El filo tiene el tono de una voz interior, más que de una voz declamativa. Una voz que avanza al ritmo de un trote a caballo. ¿Pensaste en eso como el núcleo del relato, o fue el personaje quien impuso ese ritmo?

— Me gusta la idea del trote porque se avanza y al mismo tiempo es posible la observación. Claramente fue el personaje el que fue marcando el tempo del cuento. Yo me dejé llevar por él. Hay algo fundamental: el núcleo siempre estuvo claro: primero El Filo fue un relato esencial de diez páginas y después lo fue engrosando.

— Es un texto breve, pero con una intensidad que se sostiene en cada línea. Este pasaje me resultó especialmente conmovedor: “Tengo que tomar algo para calmar este sentimiento. Noto que se está desbordando, que está rompiendo el dique y que yo no estoy encontrando la forma de frenarlo.” ¿De dónde proviene esa fluidez en la desesperación? ¿Es una búsqueda consciente en la escritura o una emoción que se impone al escribir?

— La intensidad está en su mente, en la soledad, en enfrentarse a cada segundo con él mismo, con su verdad y sus fantasmas. Vuelvo a tu idea del trote: sus pensamientos ahí solo en la montaña van avanzando como un animal, ni él mismo sabe cómo pararlos. Se va de la ciudad, se escapa con la idea de encontrarse a sí mismo pero lo que aparece es probable que no sea exactamente lo que esperaba. Por otro lado en el libro juegan dos escrituras simultáneas: la suya, la del personaje, y la mía. Me gusta ese juego doble que se confunde. Somos cómplices.

— En Tres, tu libro anterior hay un tono de contemplación y cadencia poética que acompañan la narración. Uno de sus pasajes, en El barquito, dice: “El reloj que marca las horas de mi cuerpo despierta la maquinaria antes de lo normal. No amaneció. Silencio magistral y milagroso en la urbe aún dormida. Comienzan los pájaros a cantarle al día, lo invocan, lo incitan a surgir una vez más. Los motores de los camiones dejan sus primeros rastros, sus ecos iniciales. Todavía todo es poesía.” ¿Sentís que en El filo se mantiene esa voz contemplativa, o cree se impone desde una narración más directa, más ungida por los hechos?

— ¡Qué lindo que rescates ese texto de Tres! Es el texto inicial, ¿no? Creo que la cadencia poética y la contemplación también está en este segundo libro pero en Tres está en juego mi historia familiar, eso produce una ternura (cuando hablo de mi hijo y de mi padre) que en El Filo está atenuada por la distancia: estoy inventando un personaje, ese hombre que se esconde en la montaña con su perro no existe. Además en este caso el cuento se dirige hacia un “final”, hay un camino, un rumbo. Tres era una colección de momentos.

—¿Crées que en tus dos obras prevalece una escritura que reflexiona y problematiza la figura del autor por sobre aquella que busca construir una historia?

— Algo de esto está respondido en la pregunta anterior. Tres es un libro referido a mí y a mi familia, más allá de que tiene reflexiones sociales o de época, y pinturas de la ciudad y sus personajes. El Filo es un invento. Por supuesto —y por suerte— también acá están mis obsesiones, mis temas recurrentes pero mi mirada es más neutral. Hay una estrategia, una estructura.

— Formás parte de una generación de músicos que, a diferencia de las anteriores, no se limitó a dialogar con la literatura, sino que estableció un vínculo directo con los autores. Pienso, por ejemplo, en la relación que su generación —Adrián Dárgelos, Iván Noble, Florencia Ruiz, Flopa Lestani, Rosario Bléfari, Vicentico, Ariel Minimal, Juan Ravioli, entre otros— construyó con escritores como Fabián Casas, Iosi Havilio o Alberto Fuguet, por citar algunos. Muchos músicos leyeron a esos autores e incluso publicaron motivados por ese intercambio. ¿Creés que su generación encarna una suerte de hermandad entre músicos y escritores, una comunidad de afinidades más que de influencias alumbradas por la literatura?

— Soy un ermitaño del pensamiento, la verdad. Nunca me sentí cómodo con las descripciones generacionales porque me parecen muy —demasiado— abarcadoras. Mi relación con la literatura ha sido básicamente como lector más allá de algún momento puntual. Por ejemplo: grabé hace uno años un disco/libro que se llama Oficio Juglar donde musicalizo poetas. Pero… soy un mal lector de poesía. A mí me interesan las palabras, lo que producen, no me importa el contexto, ni siquiera el formato en el cual vienen esas palabras. Por otro lado, cada vez que escribo —ahora estoy preparando una obra de teatro por ejemplo— nunca me pienso como un músico. Escribo por el placer y la emoción que el hecho me produce, por la misma mecánica de juntar palabras.

— ¿Qué lugar creés que ocupa La Cueva en el imaginario millennial del rock argentino? (Podríamos decir también de los 90, pero incluso así seguiría siendo una categoría difusa: me refiero a un espíritu de época que hoy puede verse con más perspectiva). Y si tuvieras que asociar el ciclo con una revista de aquellos años, ¿con cuál lo vincularías?

— La Cueva fue un fenómeno pero… ¡recién lo supimos muchos años después! Han pasado más de treinta años y sigue siendo un programa presente, muchísima gente recuerda pasajes de ese ciclo. Hicimos algo que a la distancia era una locura: en el horario hiper central del canal más popular de la argentina ¡se hablaba de rock y música argentina y se tocaba en vivo! Hoy parece ciencia ficción. Nosotros, todos los que estábamos atrás del programa, lo hacíamos con verdad y desparpajo, con sangre y autoridad pero sin grandiosidad impostada.

— ¿Fuiste una especie de Juan Alberto Badía de esa generación?

— Jajaja. Nunca lo pensé. Yo era un conductor raro para la época (¡en esta época sería todavía más raro estoy pensando!): intimista, serio, de pocas palabras, con una voz de registro grave y poco definido. Yo era, ahora un poco menos, un ser introvertido, y es extraño que un programa de televisión esté comandado por una persona con esa característica.

— ¿Te resultó una ventaja ser hijo de uno de los grandes poetas argentinos? Lo pregunto sabiendo que, en tu caso, las figuras de padre e hijo parecen fundirse en una misma poesía diluyendo todo realismo.

— No creo que la palabra sea “ventaja”. Fue algo que yo tomé con naturalidad, con “calma castiza” te diría, sin la grandilocuencia argentina, a veces tan hermosa, a veces tan falsa. Buena parte de lo que soy, mi amor por la ciudad, mi forma de ver las cosas, en definitiva mi esencia, tiene que ver con mis padres, con sus maneras de ser. Después yo me fui construyendo cada vez un poco más a mí manera. Creo, para usar tu idea de una misma poesía que se diluye, que los dos discos que hicimos juntos mi padre y yo son un ejemplo de esa simbiosis.

 

Todas los fotografías de esta nota son de Jero Álvarez.

 

El filo, de Antonio Birabent (paripébooks).