Procesos creativos

Angeles Salvador: "El artista como demiurgo puede ser el impulsor del universo"

Conversamos con la autora argentina sobre su segunda novela, La última fiesta.

Por Gabriel Palumbo

15.10.2021

Si tuviéramos la fortuna de que alguien alguna vez aquí en la Argentina se decidiera a hacer el trabajo que hizo Irving Howe en la segunda mitad de la década del '50 con La política y la novela, tendría en Angeles Salvador y sus textos una gran aliada. Sus libros tienen, además del valor literario elemental para cualquier novela que valga la pena considerar, el componente adicional de situarse en el tiempo ideológico entendido como esa mezcla un poco arenosa entre la política y la cultura, entre la práctica social y el desparpajo de los que creen que mandan para siempre.

Ya lo había hecho en El papel preponderante del oxígeno, pero ahora, con La última fiesta, la escritora porteña repone con más fuerza la dimensión política desde el otro lado del mostrador. En su primera novela, lo político era un exoesqueleto para el ascenso social, en cambio, en La última fiesta es el tema central, el nodo argumentativo y psicológico sobre el que la historia se sostiene y se despliega a los ojos del lector. Sin ánimo de spoilear, se puede contar que el arte, y que una obra en particular de una artista muy reconocida, juega un rol importante en la historia y es, en definitiva, un desencadenante indispensable para la trama de la novela.

PH: Alejandra López/Gentileza Angeles Salvador.

¿Cuánto te parece que influye la política en la vida de los argentinos? Y contame si te esto te parece bueno o malo.

Creo que influye muchísimo en distintos planos, sobre todo en Argentina en donde los vaivenes económicos no nos dan respiro, en donde la incertidumbre es permanente, en donde los encuestadores son ineficientes y las sorpresas electorales muchas, en donde los personajes que hacen política juegan el juego hasta las últimas consecuencias, en un sistema de alianzas que parece una comedia de enredos, y donde la grieta política es determinante para vivir. Entonces la ciudadanía siente los efectos en sus bolsillos, en su planes a futuro, en los derechos amenazados y también como espectadores y consumidores del vodevil, el seguimiento de los viejos y carismáticos personajes de la política o los cisnes negros que sorprenden, los giros de las tramas y luego como afiliados a un lado u otro de la grieta y las subgrietas. Me parece malo, desgastante, excluyente por momentos, segregacionista y como si fuera una lluvia con la que sí o sí hay que mojarse en este país. A la vez atrapante.

En tu última novela aparecen, como guiños muy salteados, referencias a la práctica del escritor, reflexiones muy propias del acto de escribir, ¿cómo se te ocurrió dejarlas ahí aunque parecen un poco extemporáneas?

Me gustó esa idea de irrumpir yo, alevosamente, con ese pensamiento central sobre la misma práctica mientras la ejerzo. Como romper una cuarta pared, para decir todo esto que están leyendo en realidad es una práctica hiperformal y concentrada de una escritora que sólo le preocupa escribir bien. “No hagan caso a todo esto que leen, lo que me importa, mi única reflexión mientras la ejecuto es cómo se hace para escribir bien y mejor”.

Una obra artística juega un papel muy importante en la novela, ¿pensaste alguna vez el vínculo entre arte y política?

Hay dos ideales, uno es que el arte y la política estén desvinculados, un nihilismo que incluso trata a la política con sarcasmo. Y el otro, el paradigma de que no hay arte sin compromiso ideológico, sin pronunciamiento político o sin una única lectura política de la metáfora que -y ahí anida el panfleto- debe ser clara. El artista ideal debería desconocer a todo político, dicen. Pero claro, cómo escindir el Guernica del bombardeo a Guernica. Eso es política, pero Picasso no pintaba con colores ideológicos. El blanco y negro de Guernica es luctuoso, no ideológico en un sentido estrecho. Dalí era monárquico, esencialmente, metafísicamente monárquico, decía. Podría sin embargo afirmar que el arte es la política por otros medios, pero se trata de otros medios. El arte es una cosa, y la política es otra cosa, aunque se toquen por convicción o por mecenazgo o necesidad de validación cultural por parte de la política o los políticos. El arte embellece el discurso político y metaforiza la denuncia, a su vez el discurso político tiñe el arte. El arte puede ser todo lo libre que el artista quiera, creo que ese es un buen arranque: el artista como demiurgo puede ser el impulsor del universo. Pero el artista como persona vive en sus ataduras, sus obsesiones y sus limitaciones también y, por supuesto, su tiempo y lugar.

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El libro de Salvador es por muchos motivos, una gran noticia para el lector. La última fiesta es una novela para adultos, para personas informadas y con interés por lo que sucede. No es, afortunadamente, una novela sostenida en una vivencia yoica de la autora sino que se trata de una invención, de una historia. Salvador recupera la nobleza máxima de la literatura cuando se corre del centro de la narración, cuando decide no contarnos sus desventuras, sino que nos regala una historia que alguna vez, por obra del más hermoso de los azares, se le ocurrió que quería contarnos. No hay guiños generacionales ni concesiones a la juvenilia, no hay posiciones de género, ni canchereos intelectuales. La última fiesta es única y grandiosamente una historia, con un hilo narrativo solvente, personajes bien dibujados y un final tan preanunciado como sorprendente.