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Aspic: San Martín Vampire, revenants de paladar negro

Debut y despedida, publicado en 1999, canonizó a la formación de Rudie Martínez, Sergio Pángaro y Fabio Rey. Después de esa elocuente aparición, la banda se disolvió en el aire como humo blanco. Más de veinte años después emergieron de la cripta para traer Aspic, álbum hijo del encierro y de la virtualidad.

Por Franco Rosso Lobo

03.05.2021

Levítico, Cap. 17, vers. 14: “Porque la vida de todo animal está en la sangre; por esta razón he dicho a los hijos de Israel: No comeréis sangre de ningún animal puesto que la vida de la carne está en la sangre; y todo aquel que la comiere será castigado con la muerte.” Esta cita bíblica proviene de la carta que el artista Yoel Novoa tomó como disparador de su exhaustivo racconto de vampirismos a lo largo de los siglos. La Epístola Vampírica, ilustrada por el siempre exquisito Alberto Breccia, queda incompleta frente a Aspic, el segundo disco del trío San Martín Vampire y la hematofagia de su leyenda. Aquella misiva que Francisco Rozsa acercó a su amigo Novoa en 1979 clasifica con precisión de biólogo a los vampiros y es ahí, cuando habla de la clase de muerto vivo a la que pertenecen, donde utiliza el término revenant. Así se suele llamar a los que vuelven pero, específicamente, a los que vuelven de la muerte. Y los San Martín Vampire, ahora queda claro, saben algo del gran truco.

Debut y despedida (1999) canonizó a la formación de Rudie Martínez (Adicta), Sergio Pángaro (Baccarat) y Fabio Rey (Los Brujos y Fanfarrón). Después de esa elocuente aparición, la banda se disolvió en el aire como humo blanco; como un destello estroboscópico en la primigenia escena techno argentina, permaneció la ilusión óptica en las intermitencias de los párpados. Así fue porque la combinación de SMV no corría detrás de la pintura de granjas-invernadero de menta sintética como lo hizo Estupendo con Bistro Málaga (1994), o de la alquimia materializadora de texturas ajenas a la tabla periódica que inventaron Gustavo Cerati y Daniel Melero en Colores Santos (1992). San Martín Vampire, en lo que denominaron “demos y delirios”, buscaba la instantánea; el poder atómico de la canción y las melodías. En ese camino se entretejían bases en reversa de todo tipo, guitarras que surfeaban locaciones de spaghetti western, lounge dance, registros de voz sandrescos para persecuciones apócrifas de Operación Rosa Rosa (1974) y boleros suspirados que Bela Lugosi hubiera cantado mientras engominaba su pelo azabache y afilaba los colmillos.

Más de veinte años después emergieron de la cripta, como vociferó Peter Murphy junto a Bauhaus en su elegía al vampýr rumano original: “Undead”. No-muertos y preparados para un nuevo banquete. Signado por el apocalipsis ahora, Aspic es otro de esos hijos del encierro, de la virtualidad, compuesto vía Whatsapp, según dijeron los Vampire. Con los ojos inyectados de sangre a la manera del Conde de Christopher Lee, hincaron los caninos sobre su viejo cuerpo y succionaron. Tomaron ese residuo biológico, lo procesaron y cortaron. Lo presentaron en rodajas y ahí está el aspic del título: una manera de reciclar, de embellecer con el aglutinante de la gelatina, de perfeccionar el caos de una ensalada. Un plato frío pero bello y apetitoso, que seduce e invita a contrariar a Moisés.

“Carhué Cuarenta (Heathcliff, It’s Me)” abre el disco con un pulso de sintetizadores que asume de entrada la condición de su gesta. Alcanza con que Pángaro cante las primeras líneas, “día siete”, para comprender que esta es una historia pandémica, de fiebre, contagio y, de nuevo, frío. Como el que sentía el fantasma de Catherine al otro lado de la ventana de Heathcliff en Cumbres Borrascosas. ¿Qué hubiera sido de ambos en tiempos de ASPO? Parece que la respuesta, indefectiblemente, se dirige hacia lo mismo: sostener el baile ante el viento helado, como Kate Bush en la coreografía de “Wuthering Heights”.

Este tipo de viñetas que captura el trío también son evidencia del éxito que alcanzaron en su búsqueda de síntesis, efectividad, acción y ritmo. “Nikov”, con su marcha de arcade soviético y beoda de vodka; “Café Japón” y la garúa de piano que lento se precipita sobre el asfalto hasta que irrumpe el aguacero; “Fórmica” y su estratosférico final de la nostalgia escolar; la andanada de secuencias en “Simone” o “Montecristo”, una resurrección de cencerro de intervalos disonantes, calmas de roca y oleadas de tormenta, dan a los San Martín Vampire una apariencia de seres atávicos; como si hubieran sobrevivido a la humanidad por cientos de años, paseándose por el globo y coleccionando instantes de inspiración mínimos para su objetivo final.

También están, en contraposición, los reflejos imposibles de los vampiros. “Agua Helada”, como “Nikov”, vuelve al frío subacuático y adopta una melodía de orientalismo similar; robótico, enderezado, congelado como el cadáver fagocitado de su antiguo sonido, como el “bol con hielo” que calma la ansiedad. “Perlas”, una pieza tan preciosa y diminuta similar a los frutos del molusco, aplasta con un bloque gélido el corazón de quien espera por amor o, incluso, llegaría a cruzar las ventiscas de los Andes. “Entraba en calor, pero me enfrió el doppelganger”, cuenta Pángaro en “Mérides” sobre colchones dramáticos de sintetizadores y remata su disociación: “Casi que no me parezco a mí”.

“Si la sangre es vida, ¿qué otra cosa puede hacer un muerto sino bebérsela?” concluye Rozsa después de invocar las palabras del Antiguo Testamento. Por eso, la Epístola Vampírica permanece inconclusa. Quién se hubiera imaginado que un grupo de vampiros iba a inventar otro modo de ingerir la sangre. Menos, la propia. Menos que menos, renacer de ella.