Procesos creativos

Edgardo Rudnitzky y el anhelo de contemplar el sonido

En el trabajo del artista argentino, la indagación entre música y artes visuales se fue construyendo desde los bordes de distintas disciplinas: la música, el teatro, el cine y las artes visuales.

Por Laura Novoa

18.07.2023

El particular recorrido de Edgardo Rudnitzky estuvo guiado siempre por una misma obsesión: poner el sonido en escena, inscribir el sonido en el objeto. Una obsesión que fue estimulada y ampliada por su maestro Carmelo Saitta y los aportes de Pierre Schaeffer. Durante muchos años, Rudnitzky estuvo dedicado a su instrumento, la percusión sinfónica, y a tocar repertorio de música contemporánea. Pero después de algunos años, abandonó ese ámbito que percibía endogámico y asfixiante y decidió buscar en otros espacios. En ese momento de búsqueda, por puro azar, vio una función de danza del coreógrafo norteamericano Alwin Nikolais en el Teatro Colón y le voló la cabeza. Terminó, azar mediante, trabajando con el ballet que dirigía Ana María Stekelamn en el Teatro San Martín. Poco después, convocado para hacer la música de una película, conoció a Aníbal Libenson, el sonidista más importante de Argentina, que lo conectó con Augusto Fernández, para quién trabajó en su versión de Fausto en el Teatro Cervantes. En los años 90 conoció a Jorge Macchi, desde entonces nunca más dejaron de hacer cosas juntos y sus obras no paran de recorrer el mundo.

Tenés un itinerario más que singular con tu pasaje de la sala de conciertos a la galería o sala de exhibición, guiado por la obsesión de poner en escena el sonido y tu planteo de la música como objeto, que va a contrapelo de pensar la música o los sonidos como algo efímero.

Dijiste algo que está bueno y es importante. Cuando mi vida con las artes visuales empezó a crecer, básicamente por culpa del seminario en la Fundación Antorchas donde conocí a Jorge Macchi y otros artistas, empecé a vislumbrar la galería o los lugares de exhibición de artes visuales como un lugar liberador.

¿Por qué? ¿Qué encontraste?

Porque no había determinadas pretensiones ni expectativas, que son muy claras en la sala de concierto. Y en el teatro es igual, es un medio efervescente. Entre los ‘80 y ‘90 apareció el teatro corporal, el teatro de imágenes. Todo esto pasó, y en el teatro popular occidental entró el Butoh, el Noh. Se produjo una apertura tremenda. En el ámbito teatral había un acercamiento a situaciones un poco más cercanas a las artes visuales. Se discutía si la performance era o no una obra de teatro, o si un concierto era o no una performance. Y pude entender cuál era mi concepción en relación a todo esto.

Trabajaste muchos años en la danza desde que te convocaron para hacer la percusión en una coreografía de Ana María Stekelman en el Teatro San Martín. ¿Qué te atrajo?

Ahí empezó toda una nueva historia para mí. Nunca más me fui de la danza. Lo que pasó es que me di cuenta que la danza era un lugar donde podía acercarme a una situación espacial, concreta y real, donde el sonido funciona de otra manera. Y con el teatro me pasó lo mismo, se produjo una nueva historia en mi vida, mientas seguía tratando de encontrar el sonido. Trabajé con Augusto Fernández desde que volvió a Argentina y diseñé el sonido y la música para Fausto, hasta que lamentablemente se murió.

¿Pensaste en nuevos modos de vincular la escena y lo sonoro?

Nunca quise agregar un sonido a la otra cosa. Y cuando digo la otra cosa, quiero decir la danza, el teatro, el cine. Nunca lo quise pensar así, hoy tampoco. Cuando dos fenómenos perceptuales suceden simultáneamente, ya todos sabemos lo que pasa: la Gestalt, se producen determinadas asociaciones absolutas.

Como la conocida experiencia de ponerte auriculares y mirar por la ventana mientras vas en el auto.

Sí, es un flash porque la película se arma solita, y todo en sincro. Entonces, lo hacemos funcionar nosotros, el público es el que produce el fenómeno y no nosotros los artistas. Esta cuestión nos permitía entendernos muy fácilmente con Jorge Macchi, ninguno de los dos pretendía pegar una cosa con otra.

Octopus, el primer trabajo solista de Rudnitzky. Gentileza Edgardo Rudnitzky.

¿Cuándo empiezan las colaboraciones con Jorge Macchi?

En el año 96, o algo así. A Rubén Szuchmacher lo habían llamado para dirigir una especie de taller interdisciplinario de experimentación escénica, durante un año, en la Fundación Antorchas. Era para artistas visuales, escritores de prosa, músicos, y directores. La idea de hacer producciones, investigar sobre la interdisciplinariedad o la multidisciplinariedad.
Y Rubén propuso que yo trabaje con él.

¿De dónde se conocían?

Con Rubén Szchumacher codirigimos cuatro obras, algunas muy sonoras. Hicimos Galileo en el San Martín, ahí llamé un escultor que me ayudó a hacer unos diseños de instrumentos con desechos industriales. Los tocaban actores en escena. Después empecé a meterme con la dramaturgia sonora.

¿Y Macchi cómo aparece en esta escena?

Como becario en el taller de Antorchas. Yo no conocía a nadie de los artistas visuales. Antes de que leyéramos el dossier, lo presentaron como artista conceptual. Y yo dije: “A mí el arte conceptual no me interesa. Si es un artista conceptual, por mí, sacalo”. Siempre tuve esos exabruptos, ¡pero mejoré! Hoy Macchi es mi amigo más cercano, a pesar de la distancia.

¿Cuál era tu relación con las artes visuales hasta ese momento?

Hasta ese momento, mi vida con las artes visuales era lejana. No terminaba de cazarla, pero había una gran atracción.

Me imagino más de un punto de tensión cuando empezaron las colaboraciones con Macchi, cada uno explorando los límites de sus lenguajes artísticos. ¿Sobre qué cuestiones discutían?

Jorge era un tipo totalmente anti ficción y yo era un tipo de absolutamente pro ficción. Y la cuestión de la ficción no-ficción en las artes visuales es muy dura. Y nuestras discusiones eran cada vez más interesantes. A partir del taller, empezamos a ir a ver muestras juntos, a poner todo en contexto, y ordenar lentamente la pelea medio bruta, a entender. También hablábamos de música.

Macchi tiene una formación musical, ¿no?

Sí, Jorge tiene una formación musical bastante importante, aunque, no es que la niegue, pero tocó el piano muchos años. Es muy curioso. Le encanta la música.

Octopus por dentro: la obra era un grabador de cuatro brazos. Gentileza Edgardo Rudnitzky.

Con respecto a la dinámica del trabajo colaborativo, ¿cada uno planteaba una idea, luego la trabajaban por separado, y después se juntaban? ¿Partían de algún planteo sonoro tuyo o visual de Jorge?

Hubo diversas modalidades que tuvieron que ver con la evolución de cada uno y también con la evolución del trabajo conjunto. Llevamos 23 años haciendo cosas juntos. Es una situación bastante diferente en cada caso: sucedió que Jorge vino con una propuesta más que visual, pero tampoco totalmente sonora. Los planteos llegan y son rápidamente reformulados. Un concepto, que no es un acercamiento a una forma, cuando empezamos a darle la vuelta pasan otras cuestiones.

¿En qué se sostiene un vínculo creativo de tantos años?

Hay algo muy interesante en este vínculo y es que somos absolutamente respetuosos. Respeto quiere decir, por un lado, la capacidad de poder escuchar y la capacidad de poder disentir. Es como un estado de gracia para mí y es el gran placer de esta colaboración. Hay mucha confianza y esto genera un crecimiento permanente, nos permite a ambos trabajar con una libertad absoluta.

Buenos Aires tour fue el primer trabajo que hicieron juntos, con textos de María Negroni. ¿Podrías describirla?

Me estaba yendo a Alemania cuando estábamos haciendo esa obra con Jorge de Buenos Aires tour, nuestro primer trabajo juntos. Es un libro objeto que se convirtió en instalación. Y ese primer trabajo tenía para mí un compromiso político, no por la política pero sí político porque grabé los sonidos de la cuidad, y lo que más había por toda la ciudad eran cacerolazos. Después montamos la instalación en Estambul y comenzamos a viajar por todo el planeta. y paralelamente yo me dejaba mi tiempito para hacer mis pequeñas cosas pero seguía trabajando bastante de manera electrónica.

¿Cómo se gestó Singers Room, con su curioso dispositivo de ventanas susurrantes?

Singers Room es una de las más bizarras en cuanto a la colaboración. Empezó como una idea mía, basada en una obra de papel de Jorge (cuatro voces superpuestas, como un pentagrama, una encima de la otra, que veías a través de una transparencia con algunas perforaciones). Quise hacerla pero en tres dimensiones y en tiempo real. No tenía la menor idea de cómo hacerlo. Empezamos a delirar, incluir proyectores, pero Jorge me dijo que no se podía hacer foco al mismo tiempo en partes distintas. Hasta que en un momento me llama y me dice que había encontrado una manera. Y así seguimos hasta que apareció Singers Room. La hicimos en una residencia en la Universidad de Essex, junto con otra obra.

¿Cuál era la otra?

Light Music. Una lamparita atravesaba una habitación, bajando en diagonal, mientras iba haciendo fade out. Esa obra fue una idea absolutamente de Jorge en cuanto al concepto. Yo hice la propuesta sonora. Las dos obras son del mismo año, las hicimos en el mismo lugar, y surgieron de dos maneras totalmente diferentes.

Imagino que tu relación con el sonido fue cambiando en cada etapa de tu singular recorrido. En ese sentido, ¿qué obras fueron bisagra en esas distintas metamorfosis de tu proceso creativo?

Octopus, mi trabajo solista, fue bisagra en mi vida. Era un grabador de cuatro brazos y tuvo una vida feliz. Era una obra sumamente electrónica, de una complejidad inenarrable. No lo hice solo, encontré un tipo en Alemania que me ayudó porque había una parte que era imposible. Es un tocadiscos con cuatro brazos, cada uno es un instrumento, que reconstruye un cuarteto de cuerdas.

Nocturno, una obra en la que Rudnitzky volvió a lo analógico, con velas y monocordios. Gentileza Edgardo Rudnitzky.

Si ese mecanismo tan complejo falla, ¿qué pasa con la obra?

Si deja de moverse y de sonar, no terminás de aprehender la obra. La cuestión de inscribir el sonido en el objeto genera en sí mismo la necesidad de un mecanismo particular. Los mecanismos cumplen una función imprescindible para que la obra exista; si falla, queda el objeto, lindo, simpático. En este punto me di cuenta que no podía seguir rodeado de cables. Y vino otra bisagra. Me di cuenta en ese tiempo que necesitaba volver a la acústica, que el sonido fuera el sonido y no una construcción.
Seguía con mi enfermedad de contemplar el sonido.

¿Y ahí hiciste Nocturno? Una obra con velas, calor de la luz, monocordios. Volviste a las bases, a lo analógico.

Y, sí. Es la otra parte de la bisagra, junto con Octopus. Llegue a un lugar que está muy cerca de mí.

Nocturno tiene un aspecto visual muy atractivo. Cuando pensás en cómo instalar las cosas, ¿manda el sonido?.

El sonido manda todavía en algunos aspectos. La afinación que usé fue muy sencilla porque quería evitar las tensiones. Lo que no quería era tener ni la tensión ni la resolución, no quería tener una situación melódica. Sí quería un campo armónico.

¿Cómo interactúan los elementos en la obra?

La partitura de Nocturno es esa partitura que la misma obra escribe mientras la toca. Las velas son las que están escribiendo la partitura y, a su vez, son responsables de mover el balancín, que es la que toca la partitura. Y llegué a este punto, que es el que más me interesó hasta ahora, y está relacionado con poder inscribir el sonido en el objeto y colocarlo en el espacio. Generar una situación donde el espectador, el oyente, pueda vivir esto de una manera.

Y en la experiencia se mezcla la espacialidad de lo visual con la temporalidad de los fenómenos acústicos.

Nocturno, por ejemplo, no tiene duración, hasta que se apagan las velas. Y nunca va a ser igual porque depende de la vela. No voy a pretender que nadie se quede toda la vida contemplándola, pero necesitamos un tiempo. Si no le damos un tiempo, no funciona, no se produce nada. Es una exigencia compleja la de las artes temporales: mientras nosotros nos estamos acomodando, la obra sigue evolucionando. El arte estático —es una horrible palabra, pero es pertinente— nos permite que nuestra percepción evolucione en el tiempo. Nos paramos frente a algún cuadro o una escultura y vamos evolucionando en la medida en que la vamos aprehendiendo

Cuando creaste Nocturno, en 2010, la fiebre de los discursos interpretativos alrededor del hecho artístico, del objeto, continuaba con fuerza. Y hay una especie de desproporción, una desconexión finalmente, entre lo que se lee y lo que se ve o se escucha, con la que consiguiente decepción. Me pregunto, entonces, si tu búsqueda de inmediatez, de volver a lo analógico, no está relacionada con el desdibujamiento del objeto por lo discursivo.

Sí, me parece que sí. Hay un proceso bastante extraño, en mi caso particular, era realmente la necesidad de lo acústico, volver a la luthería, y a los materiales nobles. Yo creo en la percepción. Soy un viejo creyente en la percepción, creo que es más potente que el conocimiento. Lo digo en serio y no tengo problema con eso.

En tus últimas charlas solés hacer una pregunta: ¿dónde está la música? ¿Cuál es tu respuesta?

Más que respuestas, tengo más interrogantes: ¿está en la partitura? ¿En la mano del director? ¿En la mano del instrumentista? ¿Está en el instrumento? ¿O en el aire? No tengo la respuesta, no te voy a develar el misterio. No lo sé.

Foto de portada. Retrato de Edgardo Rudnitzky. PH: Ramón Rodríguez/Gentileza Edgardo Rudnitzky.