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Letter To You: Bruce Springsteen como profeta

El Jefe camina un límite cada vez más fino entre los vivos y los muertos, armado de la sabiduría de un médium y el estoicismo de un cowboy. En un momento extraño, donde el afuera ya no es la tierra prometida, el viejo cantautor reúne a la E Street Band para enviarnos un mensaje que linda entre la esperanza y la nostalgia.

Por Franco Rosso Lobo

10.11.2020

Bruce Springsteen habla y se detiene el mundo. Paradójicamente, su metáfora preferida, el auto, es movimiento. Ahora el coche junta polvo en el garage, hay que desconectar la batería y en el asiento trasero duermen los espíritus. ¿A dónde se va cuando el encierro lacera cuerpo y mente en la misma medida? Cuando la muerte literalmente espera a la vuelta de la esquina a jóvenes y viejos por igual y el afuera ya no es la tierra prometida, ¿qué pasa? La distancia comienza a trabajar pequeños milagros a través de nosotros. Y Springsteen también, en la misiva talismánica que es Letter to You, su último álbum de estudio.

Es difícil no pensar en una reclusión larga, amarga y absorbente cuando se lo ve en blanco y negro, sobre la nieve y a metros de una cabaña-estudio desolada. Inevitable, además, es chocar con la naturaleza crepuscular del disco y la película que lo acompaña. Springsteen camina un límite cada vez más fino entre los vivos y los muertos, armado de la sabiduría de un médium y el estoicismo de un cowboy. Su portento fue reunir a la E Street Band, grabar en cuatro días, descansar en el quinto y que fuera suficiente para capturar crudeza y melancolía. Hace un año, cuando la epístola era arrancada de ese limbo de la percepción que transita El Jefe, no era una predicción del presente lo que quería comunicar. Pero es bien sabido: el terreno de los metafísicos no es leer el futuro, sino alterar la consciencia, trascender el tiempo y que todo parezca una feliz consecuencia.

Cuando Bob Dylan estrenó Rough and Rowdy Ways a mediados de año basó su acto de magia en “Murder Most Foul”; el fin del Siglo XX datado, relatado y atravesado por los pases de manos del viejo zorro. Sobre sus veinte minutos de drone de carromato romaní, otro hechicero diría: “No se puede hacer más lento”. La excruciante visión de Dylan llegaba en el peor momento, ya que para Zimmerman, el tiempo está condenado a repetirse. Una vez más, miraba al mundo con la sorna amistosa de Nashville Skyline, como quien escrutó la conducta humana a tal punto que, en su bolsa de canicas, no es más que otra potencial apuesta con la eternidad. Para este gran truco, Springsteen abrevó en ese cosmos que, inevitablemente, ambos comparten. Allí, donde Dylan aprisiona oscuridad, él recoge los negativos de la cámara descartable y los expone a la luz. El ardid es haberse anticipado, sin saberlo, con las palabras de aliento justas para un alma colectiva hecha añicos.

“One Minute You’re Here” abre la sesión. Flota como Johnny Depp dirigido por Jim Jarmusch, porque al río se va a morir acompañado por la música de Neil Young. Casi una advertencia: carpe diem, el tren negro que transporta las ánimas puede llegar en cualquier momento. El traqueteo se oye cerca y nadie en esta vida es Sabin Figaro. La fantasía final es dejar un testamento como “Letter To You”. Que explote en la cara cual carta bomba. Que embotelle todo lo que el corazón “encuentra sincero”: miedos, sangre, tinta, dudas, lágrimas. Que las líneas sean adornadas por el ensamble de la E Street Band, y que la voz ruja y envuelva con cariño y experiencia. “Rainmaker” cae como anillo al dedo para el año electoral estadounidense. Sobre un páramo de muerte y revoluciones sociales, El Jefe hace llover su bendición con una canción que, si bien es un análisis político prestidigitado, a fin de cuentas habla sobre la fe del común denominador. Todos necesitamos creer en algo, esa es la moraleja. Y si Bruce Springsteen te consagra, lo aceptas como viniendo del croto que dice “Dios te bendiga”.

Alfa y omega es la música en este cristianismo de magia blanca, homeopático e impostor de manos. “The Power Of Prayer” escribe y materializa, finalmente, la piedra base, el Padre Nuestro del springsteenismo. La música como plegaria milagrosa; los momentos fugaces de la vida como esquirlas de Dios; El Jefe como profeta, rodeado de apóstoles en la cabaña, alzando un shot de tequila con la clásica mueca que anuncia una revelación. “La recompensa es estar acá”, sentencia y las palabras le ruedan de la lengua, ásperas y ajadas como cuero gastado. Pero esa energía se dispersa sin un catalizador. En la superficie, “The House Of A Thousand Guitars” podrá tener un tufo rancio. Aquella idea de “la viola” como un elemento salvador, como la resistencia a una autoridad o todo lo malo del mundo ya tiene varios kilómetros de tierra encima. Sin embargo, la casa de las mil guitarras es una imagen, un estado mental. Una iglesia. Un tótem. Quizá real, como el granero de su mesías, pero que tiene el poder de replicarse en todos y cada uno.

La primera ánima del pasado en conjurarse es la de Springsteen. Exhuma deliberadamente un rosario. Las cuentas son reliquias primigenias, nacaradas, que traen al presente el brillo del Big Bang de hace 50 años; la promesa del “futuro del rock and roll”, los saludos desde Asbury Park que no fueron. “Janey Needs A Shooter” explora un borborigmo con nombre. Arde el pecho cuando Roy Bittan plancha sábanas de teclados para Janey, que tan sólo necesita una caricia frente a las desventuras. La esperanza que a ella le falta, por suerte, reposa en “Song For Orphans”. Se nota, pero no desentona, la pluma del veinteañero Bruce, casi como si se hubiera cantado a sí mismo. Los huérfanos son los que dejan todo por un sueño, o los que buscan refugio. Ambas facetas suyas, incluso hoy, aún cuando perdura como el último rastro del sueño americano añejado en barrica de roble. Y dicha fantasía se representa a la perfección con “If I Was The Priest”, un duelo de western entre Jesús y un cura misionero. Dylaneanamente herética, pero en la cuota justa. Max Weinberg repica sedoso y fuerte como el bourbon sobre la coda final. Entran los coros de Patti Scialfa para apoyar la carraspera de su marido. Cámara lenta, desenfunda el solo Steve Van Zandt. Vuelan los tiros.

Y las balas pican cada vez más cerca. De cualquier manera, el final del rito llega con un trance. Es John Constantine, atormentado y acompañado por los espíritus. ”El tiempo es mi cazador”, suelta al pasar en “Burnin’ Train” y, como en “Last Man Standing”, cuenta los nombres de los que ya no están: Danny Federici, Clarence Clemons, George Theiss. El último, lo suficientemente fresco como para ser resucitado con su poder. En este equilibrio entre vivos y muertos aparece “Ghosts”, una invitación de ouija rudimentaria y emotiva. “Estoy vivo”, grita en el estribillo y le recuerda a quienes lo esperan del otro lado que su momento no está cerca, pero que todavía pueden tomarse un trago. Ahí nomás, Jake Clemons lustra las joyas de la familia y visita a toda la humanidad de su tío, una nube de encías sangrantes. “I’ll See You In My Dreams” cierra el camino, que parece no terminar. Springsteen les pone el brazo en el hombro a todos sus compañeros del más allá y los tranquiliza: “La muerte no es el final. Nos vemos en mis sueños”. La noche de “Jungleland” y toda su euforia encuentra el descanso final. El facineroso se va a dormir. Recuerda, como dijo Borges, que los lugares se llevan en uno. Y las personas también. La carta está escrita para ellos, los echados de menos, pero no tiene cierre para los presentes. Acá todavía se pelea todos los días, aunque con El Jefe de nuestro lado, las heridas sanarán mejor.

Fotografías tomadas por Danny Clinch para Letter to you