Procesos creativos

Rubén Szuchmacher: la captura del proceso teatral

Racional, iluminista y en apariencia contra el título de su libro Lo Incapturable, recién traducido al inglés, el director teatral Rubén Szuchmacher intenta hacer aprehensibles las etapas de su proceso creativo desde la aparición de la idea hasta su concreción en la escena. Su Hamlet, protagonizado por Joaquín Furriel, fue visto el año pasado por 80 mil espectadores y lo acaban de reponer en el San Martín. Los próximos estrenos en el Colón y el Cervantes y su mirada desoladora sobre el dominio del yo, las nuevas tecnologías y el panorama teatral actual.

Por Laura Haimovichi

09.03.2020

La idea de Lo Incapturable, el nombre de tu libro recién traducido al inglés, es, justamente, la dificultad de plasmar en una definición el proceso creativo de la puesta, en tanto organismo vivo, dinámico, cambiante. ¿Podemos, sin embargo, intentar brevemente hacer aprhensible ese recorrido que va de la idea teatral a su concreción en la escena?

Que sea difícil, no quiere decir que no sea aprehensible ni que no haya creación de un objeto. El viernes, por ejemplo, vi la función entera de Hamlet. Me senté al fondo para que la gente no me vea y dije: “Wow, qué cantidad de trabajo hay ahí arriba, cuantas decisiones para que acontezca”. Yo trabajo para que cada vez sea lo más parecido a sí mismo con la conciencia, vaya paradoja, de que no va a poder ser. La obra nunca es igual, pero trabajo en un sentido contrario, tratando de generar reglas lo más certeras posibles para que quienes hacen la obra logren transitar por los mismos lugares en que se desarrolla.

¿Cómo es el proceso desde el grado cero? ¿Cómo fue con Escandinavia, el espectáculo autobiográfico que hiciste durante varios años en tu ex espacio Elkafka?

Es difícil establecer una norma precisa. Cada trabajo me plantea un punto de partida completamente diferente y se encara según las circunstancias previas a que se ponga en marcha. Escandinavia, por ejemplo, surgió del no de una actriz. Nos invitaron a México con un monólogo, La Gracia, con Berta Gagliano, de Lautaro Vilo, y a último momento ella no pudo viajar. El festival nos dijo que vayamos igual a dar una charla sobre la dramaturgia argentina.

Quería hacer algo vinculado con mi gran recuerdo infantil, Schwejk, el personaje de Brecht que siempre quise ser pero que quedó en el olvido, aunque siempre está dando vueltas, volviendo. Con Lautaro estábamos viendo si podíamos hacer un monólogo, justo él estaba en México y yo le comento: “Che, me parece que me fui de mambo porque no sé si es algo que podamos hacer y ahí establecimos ciertas pautas”. Por ejemplo, que fuera algo para mí solo, que no dependiera de nadie, que se pudiera adaptar a cualquier espacio. Empecé a tomar decisiones de dirección porque la dirección fue compartida pero la definición del espectáculo era mía. Lautaro me guió actoralmente y yo decidí que no iba a haber ni un solo objeto en el escenario, que íbamos a trabajar solo con iluminación y sonido, sin nada extra corporal.

Paralelamente, escribimos un texto con Lautaro en el que se planteaba la idea de un viudo. Empecé con la idea de actuar algo y luego me di cuenta porqué quería hacerlo: necesitaba recuperar algo de mi cuerpo que con la pérdida de Daniel, mi pareja, no estaba pasando. La viudez me había dejado sin cuerpo y qué mejor lugar que la actuación para tener visibilidad. Estaba yo solo, sin saber si podía decir un texto, si me lo podía acordar de memoria. Hacía diez años que no actuaba en una obra, mucho menos en un monólogo, estaba aterrorizado. No sabía cómo estaba mi respiración porque tengo un EPOC por haber sido un fumador empedernido toda mi vida, pensaba que por ahí al cuarto párrafo caía redondo. Pero no pasó nada de eso, estrenamos y durante muchos años el espectáculo tuvo muchas funciones por semana, hasta que el año pasado dejamos de hacerlo.

Creo que ya no voy a hacer Escandinavia porque las circunstancias de mi vida cambiaron, tengo otra pareja, otra casa, no tengo más el espacio Kafka. Una cantidad de cosas que estaban narradas circunstancialmente en esa a obra hoy ya no son. Claro que si alguien viniera con un fajo de billetes, tal vez diría ok, ¿porqué no?, pero por motivación propia no reaprendería toda esa letra ni volvería a pasar por los lugares que me proponía la obra. La hice mucho tiempo y no es algo que tenga ganas de hacer en este momento. Escandinavia no estaba en mis planes, como la mayoría de las cosas que hago. Este es un elemento importante, algo que definiría una forma de hacer las cosas: sin plan previo.

¿Hamlet tampoco fue la consecuencia de un plan que venías amasando?

Yo no tengo planes. No tengo sueños, entre comillas. No digo que tendría que hacer tal o cual cosa. A mí las cosas me encuentran, me las ofrecen, algunas son producto del encuentro con otras personas, o del desencuentro, como pasó con Escandinavia.

Hamlet, en cambio, surgió de una manera muy graciosa, fue casi producto de la solidaridad. Un día me encontré con Furriel, con quien habíamos trabajado juntos cuando lo ayudé con los versos de La Vida es Sueño, además somos compañeros de la misma profesora de inglés, aunque en cursos diferentes. Teníamos un vínculo y ahora somos cada vez más amigos, pero en un momento, después de que tuvo el ACV nos encontramos a tomar un café para hablar de la vida y, sin ningún tipo de especulación, le dije que estaba en edad de hacer Hamlet. La idea fue darle una mano, apoyarlo, orientarlo. Después de Final de Partida, Joaquín no había vuelto a hacer teatro, Alfredo (Alcón) se había muerto, estaba muy asustado, tenía muchos interrogantes sobre si iba a poder hacer teatro o no. Cuando le hice esa propuesta, no pensé que me obligaba de alguna manera a dirigirlo, no fue esa mi intención. Me di cuenta después porque él empezó a hablar de la posibilidad y siempre que lo hacía me incluía. Hamlet es una obra que trabajo en mis cursos hace 30 años, está presente, la repaso, se las doy a leer a mis alumnos, pero nunca había pensado en hacerla.

PH: Gustavo Gavotti

La aparición de Furriel fue determinante, entonces.

Yo no tenía ninguna idea de por qué hacer Hamlet y para hacerla tenés que tener una idea propia porque… ¿cuántos Hamlets hay dando vueltas? Soy bastante perezoso en ese sentido, para qué voy a andar pensando en una cosa si no tengo una idea propia. Es una obra extraordinaria pero requiere antes que nada tener al actor, después viene todo lo demás: es tan exclusivo el personaje que sólo después vas a poder definir la puesta. Puedo pensar en una versión muy ágil y luego llamar a un casting, pero es absurdo. Joaquín se convenció de lo que yo le había dicho, de que estaba en edad de hacerlo.
Tengo el equipo ya armado desde hace años, con Jorge Ferrari (vestuario y escenografía), Gonzalo Córdova (iluminación), Bárbara Togander (dirección musical) y con Lautaro en la versión. Nos reunimos con Furriel para ver quiénes podían ser parte del elenco, dónde la ofrecíamos. Pensamos en La Plaza, pero queríamos que fuera mucha gente a verla y decidimos ofrecerla en el San Martín. Pedimos la sala Martín Coronado porque la Casacuberta fue de Alfredo Alcón y la Cunill, de (Ricardo) Bartís. Ningún artista local la hizo en Coronado. Definiendo el espacio se iba definiendo la forma del espectáculo, empezó a aparecer una configuración.

Yo no tengo ideas a priori, soy bastante materialista, las circunstancias son las que mandan y el lugar, ambas van determinando cómo hacer el material. Denosto y estoy en contra de los artistas románticos que creen que todo pasa por dentro, por su interioridad. De entrada me dijeron que no andaban los escenarios giratorios, entonces no se me ocurrió nada con los giratorios. No es que soñé toda la vida con un escenario que gira y tenía sí o sí que hacerlo. Tengo ideas pero no mato por una ni creo que el mundo la está esperando. Yo me encuentro con las ideas, en ese sentido entiendo lo que decía Picasso, aunque suene tilingo: yo no busco, encuentro.

¿Qué te proponés en tu tarea docente, como profesor de actuación, dirección y gestión en artes performáticas?

En principo, que los alumnos entiendan. Soy profundamente racional, para mi la libertad está en la razón, soy muy iluminista y me parece que en el teatro argentino se produce esta dicotomía entre el sentir y el pensar. Prefiero no dejar que sientan mucho porque me parece que es una zona de engaño, de mentira. Creo que está bueno que puedan racionalizar los elementos, que puedan ponerlos en discusión. Soy muy brechtiano en ese sentido, vamos a trabajar con el mate, con la mesa, con la silla, no con la sensación de mate, mesa o silla. ¿Sensación? Eso es algo de lo que no tengo idea.

Soy muy estricto en mis clases con Graciela Schuster, mi coequiper en dirección. Cuando alguien nos dice “siento que…”, lo paramos, le decimos que no siga por ahí, que no hable de lo que siente porque no le podríamos contestar; lo incitamos a que diga lo que piensa, que tampoco hable de lo que cree, porque no lo podríamos discutir. Sentimientos y creencias son indiscutibles, en cambio el pensamiento sí se puede analizar, cuestionar. Estamos tratando de construir obra, lo que pase en la interioridad de cada uno no necesariamente es un correlato de lo que sucede afuera y nuestra obligación, como docentes, es tratar de que el alumno encuentre la metodología para que pueda crear el personaje, la situación en la escena.

¿Cómo sos en la relación con los actores? ¿Te definirías autoritario, democrático, complaciente? ¿Escuchás o te encerrás en tus propias certezas?

Es raro, bastante particular. El material de trabajo son personas, no puedo sino considerar al otro y tengo claro qué se puede y qué no. Si trabajo con pincel y óleo, aunque alguien me diga que esos objetos tienen sentimientos, vida propia o alma, lo voy a tomar poéticamente, por un rato. Pero después, el pincel se va a quedar donde lo dejaste, no se va a mover, salvo que creamos en espíritus; en cambio, los actores se van a la casa, tienen problemas, tienen chicos, problemas de amor, leen libros, y eso es algo que los pinceles no hacen, ni el óleo ni las letras del teclado de la computadora. De todos modos, no hago de la otra persona un culto, sino que le genero una cierta incomodidad porque lo que pongo en el centro, en el medio del trabajo, es el objeto que tenemos que construir, no me pongo yo en el lugar del objeto ni dejo que los actores se pongan ahí. Los cuerpos de los actores son la posibilidad de construir el objeto artístico, pero no son el objeto.

Todos tenemos que poder mirar la obra, para poder hacerla. Hay directores que colocan a los actores tan en el centro del sistema que las obras se vuelven insoportables. Para mí las cosas funcionan bien de otra manera. Fuera de la gente con la que trabajo tengo fama de ser temendo, terrible, pero, notablemente, las personas con las que trabajo me agradecen el buen trato, la buena relación, la escucha. Claro que a veces algo se crispa, como en toda relación humana.

¿Qué odiás en un ensayo?

Lo que odio de ciertos actores son esas cosas que no me dejan trabajar. Por ejemplo, que no se aprendan la letra porque después van a actuar eso y a mí me va a dar ganas de salir con un cartel que diga “A este actor yo no lo dirigí, se pasó todo el tiempo sin aprender la letra”. Con Hamlet tuve la suerte de que todo el mundo, con más o menos dificultad, pudo aprenderla. Pudieron escucharme y me siguieron escuchando aún después de estrenar. Fue tan corto el tiempo de ensayo que hubo cosas que tuve que seguir mirando y marcando.

Hoy seguís yendo a las funciones.

Sí. Voy porque me parece que es un espectáculo que tengo que cuidar: son dieciséis actores, hay algo de maquinaria y tuvimos un reemplazo. Tengo que estar presente y devolverle cosas al equipo. El otro día, por ejemplo, vi la función y, de golpe, con el brillo de la pantalla del teléfono bajo, le mandé un whatsapp a un actor porque con su risa tapó a otro. Ese tipo de cosas hago, escribo bastante en papel, pero con los actores utilizo el whatsapp.

Una obra con tantas escenas distintas, por la falta de entrenamiento de los actores argentinos en piezas con tantos personajes, es la candidata perfecta para irse al carajo, para que cada uno haga su escenita, para que estiren un momentito más acá o allá. Acá hay diez personajes en una escena, después vienen dos y luego vienen ocho. La escena de la representación, en la que está prácticamente todo el elenco arriba del escenario, hay que controlarla todo el tiempo porque tiene varios focos. Pero, notablemente, hay algo que pasó cuando ensayamos que hizo que ellos mismos escucharan, algo musical que está en mi formación y en mi dirección, que hizo que encontraran un ritmo. Después, yo tuve que modificar el pulso, hacerlo más lento o más rápido, pero eso que funciona por sonidos es determinante. No es coreográfico, no importa si alguno está un poco más atrás o más adelante en términos físicos. Suelo decir que para dirigir me puedo quedar ciego pero no sordo y, de hecho, cada vez tengo el oído más fino. Sufro mucho el ruido. Desde hace unos meses estoy en esta nueva casa y una de las cosas más lindas que pasan es el silencio. En la anterior tenía una escuela al lado, eran gritos desde las siete de la mañana hasta la noche. Me la pasaba pensando en matar a alguno. En cambio ahora tengo una vecina que baila el tango, otra que es pianista pero sobre todo hay silencio. El oído es fundamental, a través suyo entiendo prácticamente todo lo que está pasando.

Por otra parte, voy a las funciones porque me gusta escuchar la reacción de la gente. Los espectadores son muy generosos a la hora de la devolución con este Hamlet que es bastante inesperado. Escuchar al público es muy gratificante, oír donde se ríen, donde exclaman.

PH: Gustavo Gavotti

¿A qué le tenés miedo?

A no contar bien una obra, a que el público se aburra. Me da mucho miedo que el espectáculo no funcione como entretenimiento en el mejor sentido de la palabra. A su vez, el miedo es motor de trabajo, tengo muy desarrollado como generar tensiones para que el espectador esté todo el tiempo atento, algo que no pasa por hacer chirimbolos, sino por hacer atractivo y entendible lo que está viendo.

¿Quiénes son las personas en las que confiás para que den una primera mirada, con sentido crítico, a tus obras?

En principio, la gente con la que trabajo: Ferrari, Córdoba, Togander y Vilo, siempre me van a decir “no, che, eso no”. Hay momentos del proceso, depende de la obra, en que me vuelvo muy inseguro y si viene alguien a ver el ensayo me quiero ir a Alaska. El día del estreno tengo terror y me voy, en general no estoy, salvo en las óperas porque son temporadas más cortas. Vivo a pocas cuadras del San Martín. Cuando arrancó Galileo me fui a casa a ver una película y volví para el saludo. Si no, me voy solo por la calle Corrientes. La paso mal, hay una situación muy particular que padecemos los directores que es que hasta el día del ensayo general tenemos un lugar en el mundo y a partir del estreno ese lugar desaparece. Sos dios, sos Gardel, estás en el centro de la escena, hasta que viene el público de estreno y no tenés más lugar, mesa, ni un palco para retirarte.

¿Cómo te llevás con las burocracias oficiales?

No tengo mucha tolerancia a que me inventen el no se puede cuando se puede, y esa respuesta surge de la incompetencia para gestionar. Sé mucho de lo que se puede o no, me tenés que meter un bolazo enorme para que yo crea que no te estás tratando de sacar un problema de encima. Si me estás inventando una excusa me doy cuenta y soy el peor.

Para los ensayos de Hamlet teníamos unas sillas alquiladas tipo Thonet en la casa de utilería Marzoratti; hicimos dos o tres pruebas en los ensayos y eran de una fragilidad monstruosa, había que reforzarlas, no se las podía ni mirar. La idea de que Hamlet las caminara, que se sentara en el respaldo, que cayera, era imposible. Necesitábamos unas con las que se pudiera hacer una manipulación fuerte. Entonces, mandamos a pedir un presupuesto de diez sillas fuertes, de madera de algarrobo, que son las que están en la escena. Adriana, la realizadora de Jorge (Ferrari), me pasa el presupuesto de 2 mil mangos cada una. Vamos al teatro y me dicen que no; entonces saco la plata de mi bolsillo sabiendo que la tenían, sólo tenían que sacarla de un lado y ponerla. Ahí les digo mandemos a hacerlas y me dicen que no, que guarde la plata. Se querían sacar un problema de encima, evitar ajustar unos números. Hoy nadie discute esas sillas. En vez de quedarme protestando lo que hago es ofrecer mi cuerpo, mi dinero. Otra vez tampoco quisieron considerar una escenografía que presentó Jorge, era el valor de mi cachet. Les dije: en vez de pagarme a mí, paguen la escenografía porque yo vivo de las clases no de mi trabajo como director y quiero que la obra esté bien. No discuto más y me voy. Al hacer eso le genero un problema tremendo. Uno que fue pobre y comunista sabe.

¿Cómo ves el panorama teatral general?

Últimamente vivimos los peores momentos para el teatro. Esta es una época del mundo muy fea, iluminada por los artificios de lo cibernético y de la tecnología, pero creo que estamos en la misma situación que vivieron los fascismos de las guerras. A esta altura del partido no creo que por ser el presente éste sea el mejor tiempo de la humanidad. Va a ser horrendo lo que van a decir de nosotros en 30 años y esto se manifiesta bastante fuerte en el teatro, donde no hay pensamiento, no hay reflexión.

Sin embargo, pese a esa visión desoladora, seguís adelante con tus proyectos. ¿Qué estrenás este año?

En mayo, en el Colón, estreno una ópera política de Giancarlo Menotti, El Cónsul. En octubre, en el Cervantes, una obra de Ibsen que no se conoce en la Argentina, Cuando Nosotros los Muertos Nos Despertamos, con un elenco en el que ya están confirmados Marcelo Subiotto, Claudia Cantero y Verónica Pelaccini. Me gusta mucho y me desafía hacer algo que nunca se vio en la Argentina.