Portrait

Analía Couceyro: recuperar lo vital

Desde lo familiar a los espacios no convencionales, desde el guion de cine a la poesía, desde la avidez por la literatura a la literatura hecha teatro, desde el Colón a la intemperie del cementerio de la Chacarita: con todas estas particularidades, y muchas más, Analía Couceyro viene trazando un arco biográfico y artístico que la convierte en una de las actrices más personales de una generación.

Por Paula Jiménez España

25.01.2024

Un estrecho vínculo con las letras tiñe su biografía actoral y la ha llevado, en los últimos años, a recorrer un camino que no solo abarca las posibilidades de lo interpretativo sobre el escenario sino la de la escritura misma. A poco tiempo de su primera publicación con La edad justa junto con Valeria Sestua, prepara la salida de un segundo libro a través de la editorial Mansalva. Pero este es el corolario de un particular devenir artístico que comenzó, casi azarosamente, en su tempranísima juventud y que la llevó a convertirse en una actriz multipremiada. Entre otros reconocimientos, recibió en 1996, con solo 22 años, el Trinidad Guevara a la Revelación Femenina por El corte (obra dirigida por Ricardo Bartis, con quién se formó en el Sportivo teatral, dónde también ejerció la docencia). Cinco años después, en 2001, fue elegida mejor actriz en el festival londinense de Portobello y en 2003, le fue otorgado el Premio Teatro del Mundo a la Mejor Actriz por Donde más duele. Más allá de las coronaciones, la distingue un estilo, un modo único y personal que para Bartis, entre otras cosas, recala en la belleza de sus largos brazos moviéndose en la escena. Podríamos decir que ese brillo está también en la hondura de su voz, en la contundencia de su presencia sobre las tablas, o en lo sofisticado, y arriesgado, de sus elecciones actorales. Es, en verdad, un conjunto de características las que la hacen ser quien es, uno de los nombres más destacados de una generación de actores y actrices. Con ustedes, Analía Couceyro.

Hablemos sobre aquella circunstancia fortuita que hizo que empezaras teatro a los catorce años. Fuiste a estudiar alemán y terminaste estudiando teatro.

Sí, a los catorce empecé a estudiar el idioma alemán y justo ese año se abrió en el Instituto Goethe, donde yo estudiaba, un grupo de teatro. Recién había empezado con el idioma, sabía muy poco. Ese curso de teatro era para practicar alemán, justamente. Ahí empecé a actuar sin saber mucho de esa lengua y enseguida me di cuenta de que el teatro era lo que quería hacer. Empecé de una forma extraña. Después, seguí estudiando alemán y viajé varias veces a Alemania. Y actué allá en algún momento.

Contabas en una entrevista que hay un plus para vos en el hecho de actuar en otro idioma.

Es algo que vengo pensando últimamente. Sobre todo después de la ópera que hicimos en el Colón, Einstein on the beach. Era en un inglés muy particular, no era un inglés coloquial. Hay un plus para mí en actuar en otros idiomas, que tiene que ver con una interpretación múltiple. Me parece que me da una libertad distinta, quizás porque no es la lengua materna. Y entonces aparece algo más musical en la forma en que se intervienen los textos.

Con la literatura contemporánea tenés una relación bastante cercana. Hiciste varias obras a partir de textos de escritoras, Lispector, Gainza, Glantz, Enríquez…

Son experiencias muy distintas con cada una de ellas. Como vos decís, tengo un vínculo cotidiano con la literatura porque leo mucho. Por otro lado, una gran avidez literaria porque encontré siempre ahí un colchón para actuar, una herramienta super rica. Trabajé con la obra de Margo (Glantz), de Mariana (Enríquez), de Osvaldo Lamborghini, de María Gainza. Son tipos literarios, o poéticas distintas. Y en todas sentí un gran placer. Me parece que en algunos casos la palabra tiene otro valor, es el caso de Lamborghini. En el de Mariana, el acento no está tan puesto en el lenguaje en sí, sino en el clima, en lo que se cuenta. Fueron experiencias enriquecedoras. Y tampoco es lo mismo actuar con autores vivos que muertos, como Lamborghini o Lispector -de quién soy fanática, también tiene algo muy particular en el lenguaje, y muy distinto-. Trabajar con autoras vivas también tiene un plus.

¿Cuál?

El vínculo con ellas. Con Margo Glantz nos hicimos muy amigas, fui a su casa en varias oportunidades. Y eso se creó a partir del trabajo sobre El rastro. Y lo mismo nos pasó con María Gainza, con quién también hay una relación. Es distinto poder hablar con las autoras. Todo el tiempo aparece publicada literatura nueva de ellas, de alguna manera esto trae nuevos links, aunque una trabaje con los textos anteriores.

¿Y el diálogo con ellas cambia en algo tu actuación, ejerce alguna influencia?

No previamente. En el caso de estas tres autoras, tuvieron algo de mucha libertad, de decirme: sí, hacé lo que quieras. Con María sí trabajamos más durante el proceso de El nervio óptico y también lo hicimos sobre los textos de Sergio Abello, durante una exposición suya que hubo en el MAMBA.

Y en relación a la adaptación de los textos de Mariana Enríquez, Nada de carne sobre nosotras, se agrega la particularidad de que las funciones fueron hechas en el cementerio. Hay algo de teatral, de performativo en un espacio así…

Para mí fue y es todavía una experiencia muy movilizante. Hicimos varias funciones en Chacarita y también en el cementerio de Azul, que es impactante a nivel edilicio porque es de Francisco Salamone. Hicimos un par de experiencias también en el cementerio de Rafaela. Y una en Olivos. Es inquietante trabajar en un cementerio. El que hicimos en Chacarita fue un proceso muy particular, porque nos tocó toda la pandemia. La primera función fue un work in progress dentro de un Fiba; era para diez espectadores, lo que en ese momento se permitía. Lo hicimos a lo largo de un año hasta que en un momento, cuando se puso la cosa más dura a nivel restricciones, llegamos a actuar sólo para cuatro. No sé si “espectadores” es la palabra correcta porque no es una obra de teatro, es algo más performativo. Un recorrido en el que estamos actores y actrices, y la gente que asiste, en un plano muy cercano. Insisto: no es una obra de teatro.

Cada espacio no convencional presenta sus desafíos a la hora de la función, ¿cuáles son los que surgen en un cementerio?

Vengo trabajando en espacios no convencionales y es algo que me gusta mucho. Por ejemplo: el aire libre tiene algo muy particular porque hay cosas que no dependen de una y estás menos amparadas que en una sala de teatro. Estas cosas tienen que ver, entre otras, con el clima. Pero el cementerio de Chacarita además de la intemperie, tuvo otro significado, una carga emocional también porque tres de las actrices, Susana Pampín, Rocío Domínguez y yo, teníamos a nuestras madres allí enterradas. Todo el mundo tiene muertos ahí, todo el mundo fue alguna vez a un entierro. Por un lado es muy inconmensurable el espacio, con zonas muy deterioradas también, muy distintas entre sí. A lo imprevisible del aire libre se suma todo esto. El olor es muy fuerte, cambia según el clima. Y también está lo imprevisible de cruzarse con deudos, con gente que está yendo a despedir a sus muertos. Además, en Chacarita hay pájaros, perros, gatos, plantas. Todo un universo muy vital y de muchas apariciones. Hubo todo un tiempo de proceso, al principio, en que necesitamos acomodarnos y acomodar los textos de Mariana, y las actuaciones.

¿Acomodar cómo?

Acomodar en el sentido de encontrar un vínculo suave con el espacio, respetuoso sería otra palabra, pero me suena moral. Sí se requería estar muy atentas a lo que sucediera y entender que es un espacio en el cual puede haber gente sufriente. Siempre está abierta la posibilidad de adaptarnos, tener que detenernos en el recorrido, bajar la voz y cambiar el orden de los relatos.

¿Hacen la función recorriendo el espacio?

Sí, es un recorrido a pie y hay diferentes lugares donde nos detenemos, son cinco monólogos y cada relato sucede en un lugar distinto. Más que nada transcurre en el sexto panteón que es una construcción de una arquitecta que se llamaba Itala Fulvia, que es muy impresionante. Son varios pisos, con jardines internos y de una arquitectura brutalista, muy impactante.

Paradójicamente es un teatro vivo, expuesto a lo que vaya aconteciendo…

Exactamente. A mí siempre me parece muy interesante esto de recuperar lo vital. Una de las búsquedas de actuar es precisamente esa, recuperar esa vitalidad. Y actuar en espacios no convencionales y más todavía actuar en los cementerios, implica un nivel de atención a la imprevisibilidad. Actuamos con lluvia, se largó una vez en la mitad del recorrido. Actuamos con frío y con calor. Y estos factores varían muchísimo la experiencia tanto de quienes actuamos como de las personas que asisten como espectadores.

Una experiencia muy opuesta es la de actuar en el Teatro Colón.

La experiencia en el Colón fue muy conmovedora, y enriquecedora también. Yo ya había trabajado en la sala grande, en una ópera que dirigió Heiner Goebbels, se llamaba De Materie. Pero fue una experiencia distinta también por lo que yo tenía que hacer en la ópera: un monólogo castellano sobre Marie Curie. Una gran ópera musical y sobre el final aparecía este personaje, que tenía unos textos de cuando ella recibe el Nobel. Era una sala muy bella con una carga de significado histórico, la misma sala donde yo iba cuando era chica al paraíso a ver ballet. Y también siempre es muy conmovedor trabajar con una orquesta.

Trabajé muchas veces en el Colón, en el Centro de experimentación donde suceden cosas súper interesantes en ópera contemporánea. Esta última experiencia, Einstein on the beach, fue un combo de muchas partes que se sumaron a último momento, hasta el estreno no vimos todo el ensamblaje de esta obra larga y compleja. Tenía un trabajo sobre la luz imponente, por parte de Matías Sendon. Había también una parte audiovisual muy presente de Alejo Moguilanski. El coro era impactante, la obra tiene una cosa muy fuerte con la música de Philip Glass, minimalista y repetitiva. Los textos que yo decía eran de Cristopher Knowles. Eran muy difíciles y en un inglés para nada coloquial, con muchas repeticiones. Fue muy emocionante ver que las dos funciones se llenaron. Y también había algo familiar en el equipo: yo trabajé mucho con Martín Bauer hace años, también habíamos trabajado juntas con Maricel Álvarez, con quien me llevó muy bien, y fue espectacular trabajar con Iván García. Fue una suerte de Fitzcarraldo, por el hecho de llevar adelante una construcción gigante. Me emocionaba estar ahí adentro, en contacto con un público heterogéneo; no había nada de ghetto del Colón ni de ghetto de la música contemporánea. Vino gente muy distinta, público de todas las edades.

Y en este momento estás con la obra de Tamara Tenembaum, Las moiras. Tenés un vínculo particular con alguna bobe en tu historia, leí por ahí…

Estrenamos Las moiras en abril. Y seguimos en cartel, nos va muy bien. No tengo sangre judía, pero tomé una bobe prestada, una vecina que era como una abuela para mí. Me llamó Mariana Chaud para hacer esta obra y apareció todo un mundo, un universo del judaísmo que yo ya tenía presente por eso de mi infancia y también porque estuve trabajando en un guión sobre El libro de Tamar, de Tamara Kamenszain; esto implicó un vínculo con Tamara muy fuerte. Nosotras nos conocíamos y ella me convocó para que escribiera el guión de la película que le habían ofrecido hacer, pero luego se complicó la producción. Lo escribí encontrándome mucho con ella y después viajamos juntas al cumpleaños de noventa de Margo Glantz en México. Margo, como Tamara, también es judía. Tamara Kamenszain tenía un vínculo súper fuerte con esa cultura. Y de hecho Tamara Tenenbaum era discípula suya. Para mí hay algo de Las moiras muy vinculado a Tamara Kamenszain, aunque ella no llegó a enterarse del proyecto.

Trabajaste mucho con Albertina Carri en cine, en teatro incluso, y también en televisión, además escribiste los diálogos de su película Las hijas del fuego. ¿Cómo es esa relación de tanto conocimiento y trabajo compartido?

Con Albertina tenemos un vínculo absolutamente familiar. Somos familia hace mucho. Trabajamos juntas desde hace veinticinco años o más. Nosotras nos conocimos en el ‘97. Al año siguiente ella hizo aquel corto que dio origen a No quiero volver a casa, su primera película. Nuestra relación está teñida por un montón de cosas que hicimos juntas, incluso co-dirigimos la versión en teatro de Tadeys, de Lamborghini. También ella hizo videos para otras obras mías de teatro y trabajamos en una instalación de ella. Pero además nos vamos de vacaciones juntas y su hijo y el mío nacieron al mismo tiempo.

¿Cómo fue el proceso de La edad justa? Es un libro a dos voces escrito junto con Valeria Sestua…

Fue súper genial. Sucedió en pandemia, un tiempo en el cual no nos veíamos con Vale. En el momento de las restricciones más fuertes, ella estaba con su hijo y yo acá, con los míos. Como experimento y como correspondencia amorosa decidimos hacer esta prueba: que ella me mandara una foto de otras épocas, no una foto actual, sino una serie sacada en diferentes momentos. Sin ninguna explicación, sin ningún contexto. Hubo fotos en blanco y negro, a color, digitales, analógicas, algunos retratos, muchos paisajes, animales. Ella me mandaba por la noche tarde y yo a la mañana la veía y escribía lo que imaginaba. Fue una experiencia muy hermosa durante cuarenta días de la que surgieron crónicas, relatos, alguna cosa más ficcional, algún poema… Y después volvimos a vernos y eso quedó como el resabio de ese momento. También fue muy bueno el proceso con la editora de Documenta, Gabriela Halac. Por mucho tiempo, se pensó que en el libro estarían incluidas las fotos originales que habían disparado los relatos, y finalmente decidimos que cada lector o lectora las imaginara. Y en cambio, sí están las fotos de nuestro reencuentro, el después. Fue para cada una, nuestro primer libro.

Dijiste que incluiste un poema, ¿escribís poesía?

No mucho, pero sí escribo. Me encanta leer poesía. De hecho, tengo un libro que es un poco poesía y un poco prosa, que sale el año que viene por Mansalva. También publiqué un libro para niños por la editorial Chirimbote, se llama Dientes de lata. Es súper autobiográfico. Ilustró Celeste Geretto, su nombre artístico es Celeste Lluvia, y es una gran ilustradora. Era compañera mía del colegio y el cuento trata sobre la preadolescencia. Para mí tiene un plus que ella lo haya dibujado, porque convivió conmigo durante toda esa época adolescente. Las ilustraciones están a la par del texto, y en esa convivencia se deja ver también ahí nuestro vínculo.

Todas las fotografías fueron tomadas por Charo Larisgoitia / Gentileza Analía Couceyro