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Elvis: la gran película que no fue

Reseñamos la nueva biopic de Elvis Presley, dirigida por Baz Luhrmann y protagonizada por Austin Butler

Por Pablo Strozza

23.08.2022

A juzgar por la última mitad de Elvis: amores que matan. La destrucción del hombre de Peter Guralnick (monumental biografía definitiva en dos tomos que abarcan más de mil páginas), el deceso de Elvis Presley el 16 de agosto de 1977, a los 42 años, estaba casi tan anunciado como el de Diego Armando Maradona el 25 de noviembre de 2020, poco después de cumplir 60 años. Los dos reyes indiscutidos, respectivamente en lo suyo, solos, recibiendo el final inevitable que bien podría haber tenido, para cada uno, otra clase de dignidad. Los “Sí” como única respuesta posible a todos sus pedidos, sus entornos sospechados y el hecho que, después de renacer en vida, no se pudieron mantener en una línea horizontal sino que ambos emprendieron un descenso disfrazado y tácito. Y sus milagros post mortem, cuestiones supersticiosas a las que no nos referiremos en esta nota.

Entonces, ¿cómo hacer para ficcionar mitos tan gigantes y universales? ¿Qué es más real para abarcar a mitos como Elvis o como Diego: el documental o la biopic? A juzgar por los últimos casos de los dos, entre el documental y la biopic, el primero de los géneros picó en punta. Ahí está Diego Maradona de Asif Kapadia, y esa realidad desproporcionada que es mucho más atractiva que la ficción de Maradona: Sueño bendito, por el simple hecho de que Diego Maradona, en el papel de Diego Maradona, es mucho más verosímil que Nazareno Casero, por ejemplo, en el rol de Diego Maradona. Y ahí está Elvis Presley: The Searcher de Thom Zimny que, sin tener el nivel de otros proyectos similares de leyendas equivalentes (la saga de Martin Scorsese sobre Bob Dylan, por poner sólo un ejemplo, en donde realidad y ficción se (con)funden para agigantar la leyenda de Dylan) supera con creces a Elvis de Baz Luhrmann: un proyecto que, a priori, tenía más para ganar que para perder por el calibre de las obras anteriores del director, y que sólo si nos ponemos muy benévolos alcanza las tablas.

El palmarés de Luhrmann contaba, antes de Elvis, con dos verdaderas obras maestras. La primera era Romeo y Julieta (1996), una puesta al día de la tragedia shakesperiana que triunfaba gracias a grandes aciertos de la puesta en escena (armas de fuego que reemplazaban a las dagas y los cuchillos, los negocios turbios de los Montesco y los Capuleto) y las excepcionales actuaciones de Leonardo Di Caprio y Clare Danes. La segunda, Moulin Rouge!, o como modernizar un género tan rígido como la comedia musical de la mano de la inclusión de hits contemporáneos (desde Nirvana a Queen, con escalas en los Beatles, Fatboy Slim y David Bowie, entre otros) y la exageración del uso de un estilo de por sí exagerado como el kitsch. Esto último lo hacía picar en punta para contar la vida del Rey del Rock and Roll, o al menos para un abordaje que antes de ver un solo fotograma no hubiera sido polémico.

Pero Luhrmann decidió eludir el costado cursi de Elvis desde un lugar tan a la vista que puede pasar desapercibido. O sea: cuando se quiere representar a Elvis, la primera asociación (y ahí están casi todos sus imitadores para confirmarlo) es el Elvis gordo de la última época de Las Vegas: el más terrenal, el hombre que, si bien conservaba un halo divino e inabordable, de igual forma podía ser cualquiera de nosotros, con esa panza y esa papada enorme, encerrado en un cuarto rodeado de televisores y controles remotos, con una dieta de hamburguesas y Pepsi Cola. Sin caer en la maldición del spoiler, se puede decir que Luhrmann casi no muestra a su Elvis así, y se juega al mostrar más al Presley hermoso y sexual de la segunda mitad de los años 50, antes de que fuese convocado para cumplir el servicio militar en Alemania. Y ese es un acierto. Los otros tienen que ver con cuestiones más esperables para un director así: la consumada reconstrucción de época, el uso de las tipografías para representar el paso de los años y los aciertos del casting (impecables Austin Butler como Elvis, Tom Hanks como el Coronel Tom Parker y Olivia DeJonge como Priscilla Beaulieu).

Dicho todo esto, hay ciertas cuestiones del guion que no pueden ser pasadas por alto, si hablamos del hombre que fue calificado como “moralmente enfermo” en 1956 por un pastor baptista gracias a los movimientos de su pelvis, tras la salida del single “Heartbreak Hotel”. A saber: el vínculo entre Elvis y B.B. King está probado, ¿pero eran tan confidentes cómo se insinúa? ¿Desde cuándo un hombre tan conservador como Elvis se consternó de la manera en que se muestra por los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy? ¿Por qué la omisión de su disparatada visita a Richard Nixon para pedirle un nombramiento como agente antinarcóticos en un estado de intoxicación química indisimulable? Si es vox populi que Priscilla lo abandonó tras engancharse sentimentalmente con su instructor de karate, ¿cuál es la razón de ese sermón honorable que le da a un Elvis destrozado antes de partir para siempre de Graceland? En definitiva, ¿para qué mostrar en pleno 2022 a un Elvis ATP y políticamente correcto cuándo, y quizás muy a su pesar, jamás fue lo eso ni lo opuesto, y no pensar en que una de las claves de su éxito fue el hecho de siempre defraudar a todos, de uno y otro lado?

Y algo similar ocurre con la música. Como ya se dijo, es sabido que la innovación en las bandas de sonido es una de las marcas de fábrica de Luhrmann. Por este motivo, no sorprende que en el medio de “In The Ghetto” (una de las pocas canciones en donde Elvis abordó el conflicto racial de los Estados Unidos para salir más que airoso) haya una extrapolación rapera por parte de Nardo Wick. Pero al contar con el antecedente del remix house realizado en 2001 de “A Little Less Conversation” por Junkie XL, la modificación suena a intromisión y, lo que es peor, a un recurso viejo que quiere pasar por actual. “Para ser un moderno, primero hay que ser un clásico”: la segunda parte de la famosa sentencia de Pablo Picasso bien podría haber funcionado para el Presley de Luhrmann. Y para eso, ¿qué mejor que usar en todo momento del film sus canciones, que aún suenan hoy con una vigencia a prueba de todo? Vean la escena en la que suena “If I Can Dream”, e imaginen que podría pasar con un cover: el original de Elvis siempre ganará.

En lo que fans y detractores van a estar de acuerdo, y es el argumento para que Elvis alcance el empate y no el aplazo, es que la mejor parte de la película (y para algunos, pasado el impacto inicial, el mejor momento de la trayectoria de Elvis) es el Comeback Special de 1968. Unos y otros, y Luhrmann también, tienen claro que esa oportunidad fue la única vez en la que Elvis se salió con la suya y le hizo pito catalán al Coronel, que quería un especial televisivo de villancicos navideños. Allí lo pueden ver en la tele, con una guitarra eléctrica en vivo por primera vez en su carrera, con sus viejos músicos compinches de antaño, con ese mono de cuero, interpretando sus hitazos y bromeando como si no hubiera un mañana. La mala noticia es que ese día después sí que existió. Y, como dijo Nik Cohn, tras ese resurgir (y su magnífica primera temporada en Las Vegas) Elvis Presley se transformó en “un Dios invisible, inalcanzable, sobrehumano (…) Su lejanía es una gran ventaja, su falta de calidad no importa y no hay razón para que esto acabe. El culto es un hábito difícil de romper”.