Trending topics

George Carlin, la risa como pilar de la sabiduría

Reseña del nuevo documental de HBO sobre el comediante norteamericano: George Carlin’s American Dream.

Por Pablo Strozza

28.06.2022

Corría el año 1987. Ronald Reagan era el presidente de los Estados Unidos, y decidió brindar una recepción en la Casa Blanca para homenajear a Ray Charles. Para eso invitó al acto a distintas figuras destacadas de la música afroamericana de ese país. Entre ellos, a Miles Davis. Durante el tributo, una señora estadounidense de la alta sociedad se le acercó a Miles, y le preguntó qué había hecho él para merecer estar en ese lugar. La respuesta del trompetista fue irrebatible: “Yo he cambiado el curso de la música popular al menos en cinco o seis oportunidades. Y usted, ¿qué ha hecho para estar aquí, aparte de ser blanca?”.

No sabremos nunca si George Carlin conocía esta historia, ya que falleció en 2008. Pero sí estamos seguros que, dada su mirada despiadada del mundo, al escucharla no sólo hubiese largado una sonora carcajada (seguida, quizás, de una de sus innumerables muecas con las que reforzaba sus rutinas de stand up) sino que también se hubiese sentido identificado.

Y es que Carlin, tal como se lo puede apreciar en los dos capítulos de casi dos horas cada uno de duración que conforman el documental George Carlin’s American Dream (HBO, dirigido por Judd Apatow y Michael Bonfiglio), cambió varias veces el rumbo de su persona y, también, el de la comedia de los Estados Unidos y de todo el mundo. Porque, así como el Miles de Birth of the Cool no tiene nada que ver con el de Kind of Blue ni con el de Bitches Brew ni con el de Tutu; el Carlin de pelo corto y look atildado que se presentaba en sus inicios junto a Jack Burns poco tiene en común con el que le hacía la segunda a Ed Sullivan en la TV al arrancar la década del ‘60, o con el pelilargo fumón post 1968 ni con el de su retorno en los años ‘80 ni con el que, vestido de negro, vomitaba su pesimismo a las grandes audiencias antes de su muerte con un Madison Square Garden lleno o vía algún especial televisivo. “Tuve que ponerme de acuerdo conmigo mismo en quién era y que quería hacer”, dice en algún momento del documental, y es una buena forma de definir sus virajes en la manera de encarar sus parlamentos a lo largo de los años.

Si Carlin únicamente hubiese escrito y dicho su monólogo Siete palabras que no se pueden decir en televisión, su lugar en el Olimpo de las risas estaría asegurado. Ahí van, en inglés y desde Internet, para que nadie se horrorice (del todo) al leerlos, los siete vocablos ofensivos: shit, piss, fuck, cunt, cocksucker, motherfucker, tits. Si escucharlo decir esta rutina garantiza estallar a los alaridos, imaginen lo mismo pero en 1972: a las risas hay que sumarle las ofensas que provocaron estos términos. El debate sobre la libertad de expresión estaba dado y del lado de los buenos había un titán que había aprendido de uno de los mejores: el día que Lenny Bruce fue preso por decir obscenidades en Chicago en 1962, en una rutina de club, Carlin se negó a brindarle su documento a la policía, por lo que fue arrestado y juntos fueron a la comisaría. “¿Vos sos tarado?”, fue la pregunta del maestro Lenny a su discípulo George.

Tamaña creatividad y semejante desparpajo iban acompañados de un consumo hiperbólico de toda clase de drogas y alcohol por parte de Carlin y su esposa Brenda. Y así como Miles se tomó unos años de retiro a mediados de los ‘70, Carlin hizo lo mismo casi por la misma época. El paralelismo caprichoso entre los dos puede continuar: así como a Davis llegar a Tutu le costó reveses previos de la crítica como en The Man with the Horn, el reconocimiento casi unánime del penúltimo Carlin vino de la mano de frases del tipo “Los 70 terminaron… Diganlé adiós a George Carlin”.

Pero aquellos que en los ‘80 enterraron a un Carlin con su cuerpo aún tibio no contaban con un actor secundario que de forma involuntaria iba a contribuir en su ascenso “al Monte Rushmore de los comediantes”: Ronald Reagan. Su presidencia y el giro a una derecha recalcitrante por parte del Partido Republicano inspiró a algunos de los mejores chistes de Carlin en forma de preguntas, ya sea sobre la salud del Presidente (“¿No les parece curioso que a Reagan lo hayan operado del recto y a George Bush Sr. de su dedo mayor?”) o sobre el aborto (“¿Cómo puede ser que cuando se trata de nosotros es un aborto y cuando es un pollo es una omelette?”), como también reflexionar sobre la tenencia de armas (“Van a prohibir las armas de juguete… ¡pero van a dejar las de verdad!”). Y con esto indagar, según su propia filosofía, en el sentimiento más genuino del ser humano. Porque “Nadie es más auténtico que en el momento en el que se ríe. Es algo zen (…). Quizás lo que uno busca al meterse en algo como esto es tener esa clase de influencia”.

Hacia el final de su vida, ya desintoxicado, en lugar de adoptar una posición más conservadora para mirar al mundo, como suele ocurrir con la mayoría de las personas, Carlin se radicalizó hasta niveles casi nihilistas. “No tengo ninguna simpatía por los seres humanos. ¿Sabés que me haría feliz? Ver a mi especie destruirse. Lo veo como un deporte”, se lo escucha decir. Stephen Colbert no dudó en juzgar esta faceta: “Se puso un poco dark y me perdió con eso”. Que esta temporada final coincida con la muerte de su esposa Brenda y su posterior enamoramiento de Sally Wade puede dar alguna pista acerca del propio Carlin consciente de que su fin también se acercaba. No era para menos: ya había sobrevivido a varios infartos y esténcils. “Cuando el fascismo llegue a los Estados Unidos, no lo va a hacer con camisas negras y marrones. Va a ser con zapatillas Nike y remeras de Smile. Alemania perdió la Segunda Guerra Mundial, pero el fascismo la ganó”. A la luz de la actualidad esa sentencia, que combina a Kurt Vonnegut y a J.G. Ballard por partes iguales, posiciona a George Carlin como otro de los grandes visionarios de estos tiempos. O, para ponerlo con la extensión de un tweet, “Se llama ‘el sueño americano’ porque hay que estar dormido para creer en él”. Dicho esto por una persona que se sentía con “tanta autoridad como el Papa, sólo que sin tanta gente que crea en ella”. Cae el telón, con risas de fondo.