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Promising Young Woman: breve genealogía del rape and revenge

El éxito de la última película de Emerald Fennell es una puerta que se abre para las directoras y para quienes estén a disposición de un cine pronto a desarmar el espectador. Desde La Fuente de la Doncella, pasando por The Last House on the Left, hasta M.F.A.: esta es la historia del género conocido como "violación y venganza".

Por Franco Rosso Lobo

02.03.2021

Que Promising Young Woman haya conseguido cuatro nominaciones a los Globos de Oro es una victoria similar al Oscar que Jordan Peele cosechó por el guión original de ¡Huye! (2017). Pero no hay que confundirse; primero, porque ninguna asociación o academia da puntada sin hilo. En la gran mayoría de los casos (por no decir siempre) el recorrido de una película hacia ese lugar de “renombre” que son las nominaciones, en el que todavía —equívocamente— se suele creer, no es más que el resultado de operaciones mediáticas, lobbys de productoras y firuletes del circuito de exhibición.

En segundo lugar aparece el nombre de Emerald Fennell. Tres de esas potenciales bolas doradas le pertenecen. Dirección, guión y mejor película dramática. ¿Merece cualquiera de ellas? ¿A alguien le importa realmente? El punto es otro, pero no hay que dejar de tener en cuenta un detalle: Fennell ya viene con una mochila cargada de dos nominaciones a los Emmy por su rol como showrunner de la segunda temporada de Killing Eve (2019). Eso en la industria equivale a aparecer en el radar. Y para una directora no es poca cosa, por más que su nombre sea usado como un gesto (tribunero o no).

Ahora, contra Promising Young Woman pueden argumentarse un par de cuestiones: tiene un trazo deliberadamente grueso; en su afán por mostrar todas las aristas de una problemática, flaquea en cada una de ellas; descarta los conceptos que romantiza casi tan rápido como las canciones que elige para su playlist de la vendetta (a excepción del maravilloso momento con “Stars Are Blind” de Paris Hilton). Pero al final, es la historia de una mujer que hace justicia por su amiga violada en manada, silenciada, deshonrada, minimizada y muerta. Quizás algo parecido a la realidad. Una realidad de hace siglos, décadas, que ya permeó el cine anteriormente y tiene su propio subgénero: rape and revenge o "violación y venganza".

Nicolás Mancini lo dejó claro en su nota de The Praxis Journal; para Fennell y el resto de las directoras nominadas, ya el solo hecho de figurar es una victoria. El caso específico de Promising Young Woman, como con Peele y Get Out, es una doble celebración; cayeron las fichas más importantes en un efecto dominó que tomó casi cincuenta años: que una mujer llegue así de lejos con una película de terror, probablemente el género más denostado por la intelligentsia, y que encima lo haga con el subgénero más transgénero. Porque el rape and revenge sacudió, sacude y sacudirá hasta los últimos poros de los huesos de cualquier ser humano. Y, en su forma más pura, nunca necesitó de ningún premio para dejar huella. Como dijo Leonard Cohen, “en todo hay grietas porque así es como se filtra la luz”.

Todo esto es Promising Young Woman pero, principalmente, es una puerta que se abre. Para las directoras y para quienes estén a disposición de un cine pronto a desarmar al espectador; a tocarle las fibras más sagradas e incinerarle la carne; a tomarlo por el cuello y dejarlo sin aire. Para esos espectadores, a continuación, una breve —y como toda historia del cine, incompleta— genealogía del rape and revenge.

Carey Mulligan como Cassie, protagonista de Promising Young Woman.

El cuento más viejo de la historia

Como si de tramitar una ciudadanía extranjera se tratase, para este árbol es necesario encontrar las partidas de nacimiento de los abuelos del género. La crítica de cine Alexandra Heller-Nicholas, en su libro Rape-Revenge Films, señala que el antecedente más antiguo y con el mismo ADN se encuentra en La Fuente de la Doncella de Ingmar Bergman, estrenada en 1960. Allí, el director sueco lleva a la pantalla una adaptación de Töres döttrar i Wänge, una balada escandinava del Siglo XIII, donde Karin, la hija de un granjero, es enviada a la iglesia con un paquete de velas. En el camino se cruza con tres vándalos que la violan, matan y despojan de sus lujosos ropajes. Por un irónico giro del destino, los asesinos terminan buscando refugio en la granja de Töre, el padre, interpretado por un ampuloso Max Von Sydow. Cuando los incautos femicidas tratan de venderle a Märeta, la madre, el vestido de su hija, comienza la venganza.

Por supuesto, el argumento es meramente ilustrativo y una simplificación. Bergman construye una tensión insostenible que pide a gritos la catarsis, por más que lleve a todos los personajes a la ruina. Filma la cara de Karin (Birgitta Pettersson) a una distancia que permite oler su aliento, como si fuera un mármol de Carrara lleno de vitalidad y sueños. Le entrega a Von Sydow un plano general supremo, sin cortes, cuando Töre decide arrancar de raíz un abedul recién plantado; el espejo de su hija y la impotencia del hombre. Finalmente, el cuerpo de Karin es encontrado por su familia. En el instante que levantan su cabeza de la tierra, un manantial brota urgentemente.

A la misma altura de Bergman podría estar sin achicarse el japonés Kaneto Shindō. Kuroneko, estrenada en plena fiebre de pinku eiga (como el rape and revenge, sólo que sin revenge), plantea el escenario de dos mujeres, violadas y asesinadas por un grupo de samuráis, que vuelven de la muerte como un par de espíritus vengativos. Shindō se lleva algunos méritos por esto. Primero, en base a un cúmulo de leyendas y cuentos tradicionales —que no está de más decir, fueron los mismos que utilizó Akira Kurosawa para Rashomon (1950)— enhebra un relato onírico, poético y del que es mejor no revelar muchos detalles. Segundo, tuvo la valentía de agregar sangre. Mucha sangre, algo que sería característico del género en el futuro. El japonés luego no obtuvo la misma prensa que Kurosawa y fue relegado a un costado hasta que Criterion decidió reeditar esta misma película y la excepcional Onibaba (1964), entre otros de sus trabajos.

Mientras apenas arrancaba a volar el calendario en 1961, La Fuente de la Doncella ganó un Oscar a Mejor Película Extranjera. Y es evidente que un espectador atento estuvo en la sala, porque sería el padre fundador de todos los tropos de la violación y la venganza. Ese espectador era Wes Craven.

Una película cruel

Once años después se estrenaba Pánico a Medianoche (The Last House on the Left, 1972). Craven entendió que para su primera película no iba a alcanzar con tomar prestada y retorcer la trama propuesta por Bergman. A eso también tenía que agregarle otra noción aprendida del director de Persona (1966), y era que la cámara casi no debería despegarse de la protagonista en el momento de su violación. Parece morboso, pero es la ley. Un ojo por un diente: tanto violaciones como muertes deben estar en escena. Acá aparece el genio de Craven, que con un presupuesto de menos de 100 mil dólares, optó por tomar distancia de los hechos brutales que iba a capturar. Adoptó un estilo prácticamente documentalista; como si esta violencia fuera un reflejo de la que se estaba viviendo en los últimos años de la Guerra de Vietnam, o una demasiado coincidente declaración sobre el Movimiento Anti-Violación que comenzaba a gestarse en Nueva York.

The Last House on the Left se volvió un éxito. Recaudó tres millones de dólares, fundó la escuela de las venganzas sangrientas y cimentó un terreno de exploitation del género. Mari Collinwood, la protagonista, terminó sus días flotando en el pantano como la Ofelia de John Everett Millais (1852). Sus padres fueron los vengadores, pero al año siguiente, producto de un zeitgeist mágico o de esa misma explotación, aparecería una contraparte que se sostendría en el tiempo: el ángel de la retribución.

Irónico como estas películas resulta que, lo que vino de Suecia, a Suecia vuelve. Thriller, a cruel picture; They call her one eye; Hooker’s revenge o simplemente Thriller, de Bo Arne Vibenius, es el título con el que se conoce a la película de 1973 que catapultó y al mismo tiempo enterró la carrera de la incipiente actriz Christina Lindberg. Lindberg interpreta a Madeleine, una chica que enmudece luego de ser abusada de pequeña. Años más tarde, revive los traumas cuando es raptada y entregada a la trata. Sin embargo, sus captores no contaban con la voluntad de acero de la chica, que poco a poco se convierte por sus propios medios en un arma mortal que los perseguirá sin descanso. La pasión e imagen (parche en el ojo, escopeta en mano) de Lindberg se volverían un ícono que hasta Quentin Tarantino apropiaría. Cualquier palabra que intente describir la bestialidad de los actos plasmados en Thriller queda mínima, del tamaño de un insecto. Pero la idea fue adhesiva: incluso las mujeres sin voz pueden dar pelea.

El dato es anecdótico, pero da un panorama de dónde estaba la vara en términos de violencia y shock en el cine norteamericano con la llegada de películas como Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), El Exorcista (William Friedkin, 1973) o La Masacre de Texas (Tobe Hooper, 1974). Tomar Revancha (I Spit on Your Grave, 1978) de Meir Zarchi ostenta el curioso logro de tener la escena de violación más larga de la historia del cine. Y, queda claro, esto no es para disfrute de nadie. Zarchi logró, si se quiere, emulsionar todas las venganzas, la venganza, una que pone sogas a los cuellos, los cuchillos en los penes, las hachas en las espaldas y las hélices en los estómagos. Si existe una película definitiva de rape and revenge, es ésta. Pero para atravesarla hay que acompañar a Jennifer (Camille Keaton), una radiante escritora independiente, en su paseo por el infierno; una violación que parece no terminar nunca y vuelve infinitamente gratificante el baño de sangre. En poco menos de dos horas, Zarchi obliga al espectador a convivir con la repulsión, la indignación, el deseo animal, la culpa y la impotencia de no poder hacer nada. Porque, hay que repetirlo para adentro, es sólo una película. ¿Es sólo una película?

The Last House on the Left, dirigida por Wes Craven (1972).

Otras chicas del montón

Con el advenimiento del blockbuster, cortesía de Steven Spielberg —Tiburón (1975)— y George Lucas —Star Wars (1977)—, para principios de los ochenta, en Estados Unidos, las viejas formas de ver y vender películas estaban patas para arriba. Las repercusiones de I spit on your grave no serían tan inmediatas y el rastro del rape and revenge comenzaría a enfriarse. De nuevo, el cine independiente, que también era el más desafiante, se replegaba a la periferia de las majors y ahí, escondido (o no tanto) entre la muchedumbre, aparece el demente Abel Ferrara con Ángel de Venganza (Ms. 45, 1981) bajo el brazo. Inspirada desde todos los frentes en Thriller, Ms. 45 sigue el raid de venganza errático de Thana, una muda costurera de Nueva York, que es violada no una, sino dos veces en el mismo día. Ferrara juega con fuego; duplica las posibilidades, las moldea como plastilina y deja lo mejor para el final con el icónico traje de monja que fue citado hasta en la serie Euphoria: la ira lunática desencadenada en una fiesta de disfraces. Un ajuste de cuentas que le haría temblar las rodillas a Carrie.

Poco antes y del otro lado del Atlántico, lejos de la mugre de la Gran Manzana, todavía restaba paliar mucha bosta en la España posfranquista. Sobre la cresta de la Movida madrileña surge el milagro de Arrebato (1979) de Iván Zulueta, y al año siguiente saldría a flote otro nombre para la historia: Pedro Almodóvar. Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980), su primera película, es en su núcleo una de violación y venganza. Pero Almodóvar no es Almodóvar por no haber sacudido un par de estanterías, así que debutó con una comedia negra, perversa y que subvierte todas las expectativas de lo convenido. Pepi (Carmen Maura) es violada por un policía y no tiene mejor idea que urdir un plan para que Luci, la reprimida mujer del violador, termine de novia (entre otras peripecias de placer) con Bom, una amiga suya de amplio espectro sexual. Si bien el delirio de la trama vaticina lo que vendría más adelante, la puesta en escena es tan básica como urgente, algo que el director fue corrigiendo con los años hasta volverlo su sello de agua. Aún así, se las arregló para empaquetar un final desgarrador con ideas que cavilan sobre el placer, las parafilias y la violencia doméstica.

Arte, arte, arte

Dario Argento ya estaba de vuelta para el momento en el que estrenó El Síndrome de Stendhal (La sindrome di Stendhal, 1996). No tenía nada que demostrarle a nadie, era (es) un maestro del terror con todos los pergaminos. Así que, como una estrella de rock, empezó a plegarse sobre sí mismo. Y vaya sorpresa le devolvió el espejo, porque El Síndrome de Stendhal es una película tan personal que da pudor, y que, sin justa razón, suele pasar bajo el radar a la hora de hablar de su cine. Tenemos frente a nosotros a un Argento que usó su propia vivencia de esta extraña enfermedad psicosomática, que se deliró vaya a saber uno cuánta plata por romper un contrato que ataba la producción a los Estados Unidos y no era por un capricho: la historia, en su cabeza, debía transcurrir en Italia. El conflicto comienza ni más ni menos que en la Galería de Uffizi, Florencia, cuando Anna (Asia Argento), una joven detective en busca de un violador serial es arrebatada por la belleza del arte a su alrededor. Se desmaya y “entra”, por un instante, a la pintura que tenía en frente. Despierta con amnesia y un tipo misterioso le alcanza su cartera. No puede reconocerlo, pero es el hombre que está buscando, y el que luego la violaría salvajemente. Este descenso a la locura que traza Argento tiene tantos puntos de giro que, de nuevo, mejor no revelarlos. Es un rape and revenge único, inimitable, que se le adelanta por cinco años a El Camino de los Sueños (Mulholland Drive, 2001) de David Lynch; que piensa la influencia del arte a nuestro alrededor y cómo la víctima de una violación puede llegar a perderse a sí misma.

Zoë Lund en Ms. 45., dirigida por Abel Ferrara.

Mientras tanto…

Wes Craven había vuelto a patear el tablero con Scream: grita antes de morir (1996), riéndose de todos los lugares comunes del terror y con ella facturó casi doce veces su presupuesto. Tres años más tarde, explotó el fenómeno de American Pie (1999), comedia pura y dura de despertar sexual a la americana, y se convirtió en otra máquina de imprimir billetes. Estas dos líneas paralelas se terminarían cruzando en Una Película de Miedo (Scary Movie, 2000) que tuvo la inteligencia de sumar uno más uno. Dos. Y el banco se siguió agrandando. Once de septiembre de 2001. Frente al terror real, explícito, y una nación en carne viva, el género se escondió y lamió las heridas. No había nada que hacer. A menos que el verdadero horror viva en la naturaleza humana de ver sufrir a otros, dijo un perspicaz y joven James Wan. Así que fue, filmó El Juego del Miedo (Saw, 2004), fundó el porno tortura junto a Hostal (Hostel, 2005) de Eli Roth y todos felices porque volvieron a contar billetes.

Pero alguien tuvo una idea mejor, al menos para el rape and revenge; mejor y más provocadora que cualquier “violación en reversa”, una idea que estuvo tan al alcance de la mano durante tantos años que es prácticamente imposible que no se haya aunque sea insinuado antes. Ejemplos sobran, pero ninguno es tan gráfico como una Vagina Dentada (Teeth, 2007). Se ve que la sangre pop corre en las venas, porque el director de esta cruza entre American Pie, I Spit on Your Grave, Scary Movie y el porno tortura es el hijo del artista Roy Lichtenstein, Mitchell. Uno podría pensar que de este cocoliche es imposible que salga algo bueno y estaría equivocado. Teeth lo tiene todo: una primera mitad dedicada a pensar el tabú que supone una vagina y el placer femenino; las imposiciones de la religión; la pubertad desde la perspectiva de una chica que decide llegar virgen al matrimonio. Hasta toca de oído el darwinismo. Y cuando agota todos los temas serios, el tono da un giro en el aire para usarlos contra el espectador. Abraza con amor esa ridiculez sin dejar de remarcar que, a veces, la venganza no es un plato que se sirve bien frío; puede ser instantánea y caliente como la sangre que imbue al sexo. Puro disfrute en un festival de penectomías.

Más cercana a estas latitudes y todavía más emparentada con la estética de El Juego del Miedo y la explotación de los setenta está No Moriré Sola (2008) de Adrián García Bogliano. Tres mujeres y una nena viajan por la ruta, con tanta mala suerte que son testigos del intento de asesinato de una chica. La recogen, pero muere en el trayecto a la comisaría. En el momento de las declaraciones, se aprecia cómo estaciona una camioneta vista en la escena del crimen. De ella se baja un superior del sargento y la sangre se congela. Desagradable e insurrecto, Bogliano filma meaderos igual de inmundos que las violaciones que pone en escena. Ni hablar de lo inmediatas y reales que son las carnicerías; es imposible reaccionar a tiempo, lo mismo que le pasa a los personajes. A falta de una Cinemateca Argentina que proteja a esta y tantas otras películas, No moriré sola seguirá condenada al olvido. Mientras tanto, seguimos a la espera.

Venganza

Después de recorrer 60 años de historia, es complicado enfrentarse a un hecho algo obvio: las películas son fantasías, cosas que uno desearía hacer con su vida, situaciones que vivimos a través de la piel de una ficción. Pero en eso queda todo: ficción. Afuera, en el mundo real, la violación no obtiene venganza y parece que casi nunca recibe justicia. Hay trauma, llanto, dolor, desesperación, asco, cicatrices. Recuerdos permanentes. Muerte, mucha muerte.

Los escopetazos, las mutilaciones y torturas son un sueño humano que no debe negarse. Aunque vivamos la realidad, la magia de las películas nos permite soñar. Incluso con lo que no seríamos capaces, incluso aunque incomode vivir con la contradicción del instinto animal. Las películas no tienen que ser modelos de vida, ni manuales para sortear un proceso terapéutico, ni condicionar un cuerpo violentado (en cualquiera de sus formas) si su propósito es movilizar a su interlocutor.

Quizás, por eso, más mujeres están apropiándose del género con películas y visiones tan diferentes como Revenge (Coralie Fargeat, 2017), M.F.A. (Natalia Leite, 2017) o The Nightingale (Jennifer Kent, 2018). No son las únicas y, definitivamente, después de Promising Young Woman, tampoco serán las últimas. Porque el terror, como sea que se manifieste, siempre fue y será un termómetro social; mientras más cerca se lleve, más caliente se mantendrá. Y la puerta, por suerte, ya está abierta.

Foto de portada: Christina Lindberg en Thriller, de Bo Arne Vibenius